Ya asoma la programación del Palau de la Música de Valencia, con su lema irrefutable: 25 años de buena música. Ya hemos visto a doble página la excelsa programación. Fiel a sus principios. Popular sin renunciar ni un ápice a la calidad. Veinticinco años dando lo mejor. Equilibrando continente y contenido. Dando buenos motivos al aficionado para asistir a sus instalaciones. Veinticinco temporadas modélicas y a la vista de la doble página de la programación que ahora ve la luz, indemne a cualquier crisis. Mientras, las ofertas de Teatres dan penita y la del Palau de les Arts sufre los avatares que todos conocemos, convirtiéndose en salón de bodas para favorecer a las tristes arcas públicas, resulta que el Palau de la Música y su sala Iturbi, rebosan que da gloria.

En esas estamos cuando resulta que llega el primer otoño alicantino con auditorio. Con continente, sí. Pero sin contenidos. Llegadas estas fechas, no hay ni rastro de una programación que se asemeje, ya no a la del Palau de la Música, tan vibrante, sino a la de auditorios como el Alfredo Kraus de Las Palmas, el Baluarte de Pamplona, el Víctor Villegas de Murcia en los que fueron sus primeros años de funcionamiento.

Seguirá siendo imposible, también con ADDA en Campoamor, disfrutar de una décima parte de lo que disfrutan en el Palau de la Música. Lo que allí cabe en un mes, por estos lares no se verá ni en el espacio de un año ni en el de dos. Cuándo escucharemos un Mesías y una Pasión según San Mateo como los que desde hace veinticinco años se escuchan en Valencia. Una cosa está clara. Un pueblo que no ha tenido acceso a gozar de semejantes manjares es un pueblo menos culto, menos feliz, menos civilizado.