La ciencia contemporánea se debate entre la confutación simultánea del oscurantismo y de papá Einstein, sin triunfos consistentes en ambas batallas. Ahora bien, atacar el techo de la velocidad de la luz equivale a desafiar la existencia del alma, porque los 300.000 kilómetros por segundo animan la concepción más instalada del Universo. Como en una revuelta árabe, la vulneración de esta cifra liquida la dictadura de la cronología, para imponer un caos histórico de consecuencias impredecibles. El Viejo (Einstein) ya estableció que para un científico no hay distinción entre pasado, presente y futuro, pero mantenía la ordenación porque era un relativista enamorado de los absolutos.

El tope de la velocidad de la luz choca contra la evidencia, valga la redundancia. Si arrojamos un objeto desde un coche en marcha, acumula las velocidades de nuestro impulso y del vehículo. En cambio, si se procede a una emisión luminosa desde esa plataforma móvil, mantiene inalterables los 300 mil kilómetros por segundo. La dificultad del concepto y sus derivaciones desorientan a los cerebros más evolucionados. Javier Cercas escribió una novela titulada La velocidad de la luz, en la que apresaba las particularidades del fenómeno justo del revés. Siempre puede argumentar que trabaja ficciones.

La velocidad de la luz es tan inalcanzable y sagrada como el cero absoluto de temperatura, que marcaría la ausencia total de vibración calórica. Si los frágiles y ubicuos neutrinos que nos atraviesan ahora mismo han superado este límite, se abren las posibilidades para viajar al pasado, y corregir así nuestro lamentable presente. En el ejemplo más sobado, matar a Hitler antes de que llegue al poder, o alejar a nuestros padres en la fase previa a su unión. Aunque tal vez se trate de que, en estos tiempos insaciables, dar ocho vueltas al mundo en un segundo es un ritmo cansino de diligencia decimonónica. Todo ello sin descartar una rectificación que devuelva la vigencia a la ecuación más famosa de la física, que se lee "Einstein=tenía razón".