De un tiempo a esta parte, todo el mundo se hace mirar el colon, por si acaso. No crean ustedes que es sencillo: antes del encuentro con el especialista hay que permanecer varios días a dieta y luego lo normal es que te anestesien, o te seden, mientras una víbora de plástico con una cámara de TV en su cabeza recorre tu intestino grueso en busca de pólipos u otras formaciones de carácter marciano. Se trata, en fin, de una decisión difícil de tomar, sobre todo si no hay ningún síntoma que aconseje ese quebrantamiento físico. Yo en esto aplico el Principio de incertidumbre, según el cual, y por decirlo de un modo rápido, la mirada del observador modifica el comportamiento de lo observado. ¡Vaya usted a saber cómo reaccionan las vísceras y los pólipos ante la invasión de la víbora mecánica!

El interior del cuerpo constituye una instancia misteriosa y quizá un poco sagrada. Entre un útero, por ejemplo, y la realidad exterior solo se interpone un tabique de unos centímetros de espesor. Sin embargo, lo que hay a cada lado de ese tabique pertenece a extensiones ferozmente distintas. He asistido por razones de trabajo a un par de autopsias que, aunque necesarias, tenían desde mi punto de vista algo de trasgresión. Es cierto que sin trasgresión no hay conocimiento científico ni nueva cocina ni literatura ni arte, pero también es verdad que algunas trasgresiones son de una perversidad estéril. Soy partidario de la colonoscopia, y de la autopsia, pero una y otra deben tener unos límites y realizarse bajo prescripción facultativa. No se penetra de un modo inocente en el propio intestino (ni en el ajeno), no se convierte el dentro en afuera sin provocar algún desorden de carácter anímico, alguna pequeña catástrofe emocional. Hay lugares donde solo se debe introducir el dedo bajo fuerza mayor.

Observo que me está saliendo un artículo un poco moralista. Quizá sí, pero me sale de dentro, o sea, de las entrañas, del intestino, si ustedes lo prefieren, de ese lugar remoto, en fin, que sin embargo está ahí al lado, detrás del panículo adiposo de los hombres y de las mujeres, a unos centímetros de la epidermis. Ese lugar del cuerpo un poco sagrado y un poco secreto y cuya puerta no deberíamos abrir de forma caprichosa.