Tenía, en mis años de estudiante, un profesor que insistía: "Federo, tienes que aprender a cocinar con la nevera vacía". No, no estaba en una escuela de alta cocina. Era la clase de conservatorio en la que intentaba descifrar los oscuros misterios del arte de la fuga. Años después, este agosto pasado, cuando Ferran Adrià recogió el Castillete de Oro del Festival Internacional del Cante de las Minas de La Unión (no porque haya cambiado los sifones por la guitarra sino por sus vínculos genealógicos con el pueblo minero) volvió sobre la misma idea: en el Bulli los platos que más triunfan son los más sencillos, como la Tortilla Deconstruida.

Y esa misma economía de medios en la búsqueda de un arte basado en lo esencial es lo que pudimos ver en la opera Vanitas del compositor italiano Salvatore Sciarriano representada el pasado domingo. Una habitación con dos puertas, una estufa, un lavabo, una silla, un bolsón y tres músicos: piano, violonchelo y mezzosoprano. No hay más. Una mujer (mezzosoprano) vuelve a su casa y se enfrenta a los fantasmas de su pasado. Una habitación dominada por los colores fríos en cuya pared aparece proyectadas imágenes de ella, pero como un dibujo de la memoría. Junto a la imagen un cuadro, una vanitas; símbolo de la frivolidad y futilidad de los placeres. Desde un primer momento, la arrolladora presencia escénica de la mezzosoprano Marisa Martins (de sus innegables cualidades vocales no hace falta hablar) nos cautiva y nos consterna mientras la escenografía (genial Rita Consentino), sencilla y a la vez atormentante, nos habla de su vida, de su pasado y de su presente. La música, obsesiva en la repetición de sus motivos, deja espacio para el silencio: como soledad, como vacío, como muerte. Los músicos, magníficos ambos, caminan constantemente en la cuerda floja de un sonido casi volátil. En final no puede ser mas sencillo: tras caer derrotada por el dolor de su vida anterior trata de salir de la habitación mientras una larga nota la detiene como aprisionada por sus recuerdos. En el cine, en la televisión, en la vida real esta hora de música y teatro habría devenido en unos minutos (realmente terminas con la sensación de que han pasado unos minutos), sin embargo Sciarriano estira el tiempo de tal manera que parece detenerlo, es una batalla contra la esencia misma del título: no hay mayor vanidad que detener el momento.

Cuando terminó la función tuve muy claro dos cosas: que mi profesor tenía razón y que hay que tener mucho talento para conseguir hacer lo que ha hecho con esta producción el Teatro Real. Por cierto, la afluencia de público por tercer día consecutivo ha sido especialmente generosa para una música, supuestamente, minoritaria. Algo está pasando en Alicante. ¿¡Será la Tortilla Deconstruida!? -