Me duele mi tierra. Me duele el País Valenciano. No tengo problema alguno en decir "Comunidad Valenciana" si alguien se incomoda menos. Pero, me duele en el mismo profundo sentido que le dolía España a Unamuno y a la desesperanzada colla del 98. Me duele la desoladora falta de horizonte, la incapacidad confesa para proyecto alguno que implique algo de grandeza, la sumisión total a la irrelevancia en que ha devenido.

Quizás hubo un tiempo en que las cosas no fueron así. ¿Lo hubo, realmente? Al menos, hubo una abundante producción de grandilocuencia. "El poder valenciano". Nunca se supo muy bien qué significaba aquello, pero las palabras son lo único que aún encierra magia. Y tanta más magia cuanto menos se las entiende. Sí sabemos hoy, sin embargo, las teclas que tocaba aquel sonsonete altisonante. Una fuerza política emergente, el Partido Popular valenciano. Un territorio abonado para los negocios del exceso que se avecinaban. Una burguesía empresarial con aversión al riesgo, pero experta en conectar sus inversiones a la máquina de respiración artificial del poder. Dos cajas de ahorros con músculo financiero para soportar cualquier desvarío. Una oposición en desbandada. Una incontenible obsesión por plantar una pica innumerable en MadridÉ Y la infinita osadía de un presidente llamado Zaplana, dotado de tanta ambición como despotismo.

¿Qué queda hoy de aquella bravuconada? Una economía en estado de coma. Ni un solo proyecto que pueda merecer interés por su innovación, por su diversificación. Nada. Nada ha quedado en pie tras el vendaval de la cordura en forma de crisis. Ni proyectos, ni ideas, ni recursos profesionales preparados para lo que se espera, ni inversores para lo que nos amenaza. Nada. Tan sólo la imagen fantasmagórica de múltiples urbanizaciones desoladas y los rastros de faraonismo de la administración valenciana, hoy convertidos en monumentos agraviantes al delirio y a la insensatez de unos políticos desnortados. Y la prédica en el desierto de quienes siguen clamando por la economía del conocimiento ante tanta ausencia de conocimiento. Y, eso sí, la inmensa dignidad de la modestia de los sectores tradicionales, ninguneados en el éxtasis del desarrollismo, y hoy únicos garantes del mantenimiento de las constantes vitales de nuestra economía y de nuestro empleo.

Qué queda de aquel inagotable músculo financiero. Desigual desenlace para cada una de las dos cajas, idéntico resultado para la tierra que las mantuvo y las hizo crecer. La nada. Apenas el lamento de la sociedad civil, la inquietud de los empresarios y la zozobra de sus empleados frente al silencio de la administración valenciana. Silencio vergonzante y culposo de quien, teniendo la máxima responsabilidad, la usó para obtener la máxima utilidad otorgando, a cambio, a la arbitraria gestión de ejecutivos y administradores la máxima legitimidad.

Qué queda de aquel partido de la derecha emergente, derecha gallito y embaucadora de conciencias -si lo desean, pueden cambiar "embaucadora" por "encantadora"-. Errarían sus dirigentes si pensaran que las victorias electorales lo purifican todo. No hay en la victoria electoral de los populares valencianos noticia buena alguna si no es la noticia de la estricta victoria. Una victoria a la baja. Una victoria renqueante. Amplificada en sus efectos por la crisis y atenuada en sus defectos por la leal incapacidad socialista para dar con la tecla para constituir una alternativa. Los socialistas valencianos parecen fiar en este momento sus esperanzas en que el descenso al último estrato de la sima de su fondo propicie un rebote que les redima. Una estrategia basada más en las leyes de la física que en las leyes de la política.

Con estos mimbres ya me contarán ustedes qué queda del sueño de Madrid. Del comprometido liderazgo patrio. Hubo un tiempo en que alguien consiguió vender como plausible que el presidente popular valenciano era el más sólido aspirante a presidente popular español. Así ocurrió con Zaplana. Así ocurrió con Camps que llegó, incluso, a advertir al indescifrable Rajoy de que de su apoyo pendía su victoria. La cosa acabó con que, para hacer pensable tal victoria, había que fumigar del universo popular todo lo que oliese a Comunidad Valenciana. Su deriva, su incontinencia, su ejemplo y sus líderes.

Líderes. Seres que debieran resultar innecesarios en sociedades avanzadas y que, sin embargo, acaban siendo irremediablemente reclamados. Líderes que, a menudo, el personal confunde con feriantes como Zaplana o con ninots útiles para un tiempo y un interés como Camps.

Fabra está ante su oportunidad. No se le podía presentar mejor. A su partido y a él. A su partido porque la expulsión de Camps le permite poner el contador a cero e iniciar ciclo nuevo sin cambiar de titularidad. A él porque su actitud de gaznápiro pasmado le permite darnos cualquier sorpresa. Incluso, alguna buena.

Otra cuestión, y bien distinta, es cuál es la oportunidad de esta tierra. Tan castigada. Tan instrumentalizada. Tan desesperanzada.