Cualquier ciudadano que conduzca a diario su automóvil acumula en cuatro o cinco años 40.000 kilómetros. Es una cantidad modesta para un coche, pero ese ciudadano habrá dado ya una vuelta al planeta, tal es la circunferencia terrestre. Todos hemos recorrido, sin haber reparado en ello, el equivalente a varias vueltas al planeta. La Tierra se nos ha hecho pequeña. Las posibilidades y la rapidez del transporte y la inmediatez de la información han puesto en evidencia la pequeñez y los límites ceñidos del planeta que habitamos. Estos límites son, en primer lugar, físicos, como los superficiales o los de los recursos, finitos y muchos de ellos fungibles, excepto la fuente de energía solar, ilimitada. Son también socioeconómicos, de crecimiento quimérico sin fin, de capacidad de carga para sustentar a unas decenas de miles de millones de habitantes, de explotación depredadora de los recursos, entre ellos los combustibles fósiles, y de impacto en el medio a una escala planetaria, con el calentamiento global como la huella más visible. Y son límites o imperativos éticos, de justicia, de equidad, de desarrollo humano y de solidaridad entre los pueblos, que, traspasados, desembocan en la pobreza, el hambre, la injusticia, el odio y la guerra.

La complejidad del mundo que nos ha tocado vivir es manifiesta y constituye el centro de innumerables análisis. El denso tejido de intereses entre poderes económicos y políticos, fácticos o reales, entre regiones y países, sectores sociales, comunidades, etcétera, se complica por la aceleración de los tiempos que corren. Los acontecimientos recientes que abren las páginas de los medios de información, como la crisis económica, las revoluciones en los países árabes, o el movimiento de los indignados, no fueron previstos ni con apenas unas semanas de antelación. El mundo anda acelerado, con futuros imprevisibles incluso a muy corto plazo y con un elemento nuevo, un mundo virtual, el de las redes sociales e Internet, que camina a la par o incluso por delante del real, influyendo sobre este. Un mundo, en fin, complejo e incierto, con pocos rincones ajenos a la vorágine.

En estos tiempos que corren necesitamos comprender el mundo, nuestra existencia colectiva en el espacio, en toda su complejidad. Y a ello contribuye de forma ideal la Geografía, sí, la vieja Geografía, con raíces en la antigüedad, hoy convertida en ciencia para comprender el mundo, desde el entorno vital más próximo hasta la realidad global. Si antaño la Geografía, con la Cartografía, sirvió para "descubrir" y describir los países y pueblos ignotos, hoy sirve para comprender el mundo, a diferentes escalas, desde la del entorno inmediato, con los paisajes donde nos reconocemos como pueblo, hasta la global. La Geografía nos explica el mundo y sus territorios, con sus factores físicos, limitantes o favorables para ciertos usos, sus elementos humanos y económicos moduladores y las realidades regionales y territoriales resultantes. En la Geografía confluyen de forma íntima el medio, el factor antrópico y sus espacios articulados. La Geografía tiene la versatilidad necesaria para integrar las realidades territoriales de escalas diferentes, desde nuestro barrio al planeta en conjunto. Hoy cuenta, para ello, con las nuevas tecnologías de la información geográfica. Entre ellas, destacan los sistemas de información geográfica o SIG, capaces de relacionar inmensos bancos de datos con una asignación precisa a un lugar determinado. O la teledetección, sobre todo las imágenes de satélite, como las de Google Earth.

Si en un principio fue la descripción, ahora es la comprensión y la explicación, de ahí su importancia en la enseñanza. Cuanto más se arrincone a la Geografía en los planes de estudio de las enseñanzas primaria y secundaria, menor capacidad de comprensión tendrán nuestros hijos del mundo que les toque vivir y menos se reconocerán como colectivo regional, nacional, ciudadanos de un Estado, o como humanidad. La conciencia de formar parte de un colectivo territorial se refuerza con la Geografía, que nunca olvidó la componente histórica, clave para explicar cómo son los paisajes y los territorios hoy.

Y si tratamos de comprender las cosas es para poder actuar en consecuencia, comprometidamente con nuestros congéneres, primero sobre el territorio más próximo. Esto queda plasmado en el Manifiesto por una nueva cultura del territorio, que un grupo de geógrafos y no geógrafos dieron a la luz en 2006, en el que se proclama que el territorio es un "bien no renovable, esencial y limitado; una realidad compleja y frágil; que contiene valores ecológicos, culturales y patrimoniales que no pueden reducirse al precio del suelo; y que bien gestionado constituye un activo económico de primer orden". Para actuar en consecuencia se propone que el instrumento básico es el planeamiento territorial y urbanístico, que ha de proveer "acuerdos básicos sobre el trazado de las infraestructuras, el desarrollo de los asentamientos y el sistema de los espacios abiertos". Se trata, en fin, de "impulsar los valores de la sostenibilidad ambiental, la eficiencia económica y la equidad social", exportables al conjunto del planeta.

El proceder geográfico siempre se caracterizó por el sentido común, por el respeto a los elementos patrimoniales, por la sensatez a la hora de planificar los usos del suelo, preservando sus valores naturales y culturales, por la mesura en el aprovechamiento de los recursos y por asumir la sostenibilidad ambiental y económica, acciones y actitudes de las que nuestro país no anduvo sobrado en las últimas décadas, y que en los tiempos de crisis actuales suponen un pesado lastre.