Con verdaderas ganas tomo posición para ver la final del Open de Estados Unidos. La semifinal de Federer con todo el estadio a su favor y con Nole haciéndole cuchufletas y aspavientos al público al que recriminaba que se pusiera tan descaradamente del lado del modosito suizo, había abierto el apetito. Sobre la una de la madrugada, cuando el serbio lo llevaba todo bastante encarrilado, empezó a vencerme el día criminal que me había tocado en suerte y debo admitir que me entraron dudas sobre quién prefería que ganara porque la remontada de Rafa conducía derecho al café con tostada. Pero, tal como arrancó el tercer episodio, le pone las pilas hasta a Alarte. Bueno, tampoco quiero exagerar. No exagero si digo que, dos años atrás, cuando tuve la fortuna de verlos en directo disputar el punto decisivo de Copa Davis en Benidorm, un buen Djokovic terminaba empequeñecido por el vendaval que tenía enfrente. En este 2011, las tornas han virado. Pero Nadal no se conforma. A ese espíritu de número uno que lleva dentro le cuesta aceptarlo, se revuelve contra la superioridad manifiesta del rival y la naturaleza del intercambio que pudo verse a lo largo de esa manga sobrecogía al más adormilado. La fiereza en los golpes me retrotrajo durante unas ráfagas a la madrugada histórica en que me levanté a ver con mi padre el combate en el Zaire entre Ali y Foreman. Todos daban de antemano por derrotado al bailarín de Louisville pero éste dejaba que Foreman se avalanzara sobre él hasta agotarlo para, una vez desfondado, noquearlo. Así terminó Nole una jugada espectacular, en la que cayó deshilachado sobre la línea de fondo. No tardó en aparecer por su rincón el fisio. Yo también andaba ya que no sabía qué postura coger y, aunque le susurré a Nole que me lo mandara, pasó de mí al igual que de Nadal al que encendió con la estratagema. Y así fue como el muy canalla se marchó sin que le doliera nada tras el masaje con final feliz.