En la lista de éxitos de la temporada de crisis figuran en un claro segundo lugar -tras la indiscutible supremacía de los recortes- las privatizaciones. A ellas han acudido gobiernos de distinto signo y pelaje de aquí y de más allá de nuestras fronteras como una especie de mantra que se invoca cuando, estableciendo un paralelismo que la historia ha demostrado que ni mucho menos es cierto, se quiere caminar hacia la buena gestión y el ahorro de los recursos. La melodía no es nueva, ya en sus tiempos -les hablo del último cuarto del siglo XX- la primera ministra británica Margaret Thatcher y su homólogo norteamericano Ronald Reagan la abanderaron e hicieron de ella el referente de una ideología ultraconservadora que, en síntesis, defendía dejar en manos de la iniciativa privada todo o casi todo lo que había caído en manos del Estado tras las dos guerras mundiales y un periodo de socialdemocracia en Europa que sentó las bases del Estado del Bienestar que hoy conocemos. La historia ha demostrado que aquellas políticas privatizadoras en su inmensa mayoría fracasaron, al resultar al fin y a la postre los servicios públicos dejados en manos de empresas privadas más caros para los estados de lo que lo eran cuando estos los tenían bajo su tutela. A lo que sucedió con los ferrocarriles metropolitanos de Londres me remito si quieren encontrar algún ejemplo.

Pero volviendo al inicio de esta columna, parece que en estos momentos queremos cometer el mismo error de simplificar hasta la idiotez el argumento de las privatizaciones, cuando la vida misma está cansada de enseñarnos que las cosas no son nunca ni negras ni blancas y que suelen moverse entre los tonos grises. Quiero decir que puede ser cierto que algunas cosas deban ser gestionadas por la iniciativa privada, pero que otras claramente deben permanecer en manos de los estados porque al tratarse de servicios públicos esenciales el gobierno de turno tiene la obligación de prestarlos, los gestione quien los gestione, y esa no es precisamente una posición de fuerza frente a un sector privado que,nunca lo debemos olvidar, su razón de ser es hacer negocio y ganar dinero, cuanto más mejor. Tampoco, por mirarlo desde todos los puntos de vista, la gestión pública puede ser una patente de corso para una clase funcionarial que debe estar sometida a criterios de eficacia y eficiencia y que no puede escudarse en su condición de empleado público para justificar, si es el caso, una productividad más baja que el resto de los trabajadores.

Hecho este amplio preámbulo, lo que quería realmente resaltar es que durante los últimos tiempos, con independencia de que nos gobernara la izquierda o la derecha, la línea divisoria entre los público y lo privado ha estado más en el terreno del surrealismo que en cualquier discusión ideológica sobre modelos de Estado. A los ejemplos vuelvo. En la Comunidad Valenciana, que lleva desde 1995 en manos del PP (primero Zaplana, luego Olivas, después Camps y ahora Fabra), hemos visto cómo con dinero público se han construido parques temáticos (Terra Mítica), estudios de cine (Ciudad de la Luz), circuitos de velocidad, aeropuertos como el de Castellón, que no tiene aviones, o se han sufragado eventos como las carreras de Fórmula 1 en Valencia. El fruto de estas políticas ha sido una deuda de cerca de dos mil millones de euros. Casos como estos y con gobiernos de signo contrario e incluso de corte nacionalista podemos encontrar en Andalucía, Asturias, Cataluña o Galicia. Por lo tanto, tenemos que apartarnos de los simplismos, de los discursos hechos sobre políticas de izquierdas o de derechas, de los espejismos sobre la mejor o peor gestión dependiendo de si los servicios están en manos privadas o públicas y abordar el problema desde una perspectiva más objetiva. La cuestión, sin envoltorios, sin trampa ni cartón es esta: ¿Qué queremos que siga en manos del Estado? Y hay que dar contestación a ella sin medias verdades sobre la eficacia de la gestión o su coste. No se trata de eso. Se trata de decidir qué servicios estamos dispuestos, pese a la crisis y los mercados, a seguir socializando y por tanto pagando para que todos los españoles tengan acceso a ellos en igualdad de condiciones y cuáles consideramos esenciales para el funcionamiento del Estado y sin los que los gobiernos dejan de tener autonomía y pasan a ser reos de los intereses privados. ¿Lo son la sanidad, la educación o las políticas sociales? ¿Y las cárceles, la policía o los transportes públicos? ¿Y las televisiones públicas?

Ahora, a las puertas de unas elecciones generales, y con la situación de grave crisis que estamos padeciendo, es el momento de que los partidos políticos nos enseñen esas cartas. Es más, por qué no exigirles a PSOE y PP, que han sido capaces de llegar a un acuerdo sobre el equilibrio presupuestario, que busquen un entendimiento similar en cuanto a servicios públicos esenciales y que incluso lo plasmen en la Constitución. Si han sido capaces de dar satisfacción a los mercados, ¿por qué no lo van a ser a la hora de garantizar los servicios básicos para los ciudadanos?