Gadafi era un sátrapa y vivía como un sátrapa, rodeado de un lujo extravagante para consumo de unos pocos, ya que no lo exhibía ante su pueblo, para el que mantenía un discurso oficial entre revolucionario, nacionalista y populista. El lujo alcanzaba a sus familiares más allegados, como han comprobado estos días los rebeldes que han arrasado los palacios. El diván de oro en forma de sirena con el rostro de una de sus hijas que decoraba la mansión de ésta ha hecho pellizcarse a más de uno. Y el labertinto de túneles y búnqueres que se escondía bajo el palacio suena a paranoia, pero tal vez le sirvió para escapar. Los libios se escandalizan ante los descubrimientos, pero nada de ello debería extrañarnos si pensamos en el volumen conocido de la fortuna financiera del dictador, invertida en el extranjero, y que en parte fue inmovilizada y ahora se pondrá a disposición del gobierno provisional para que tenga con que empezar la transición.

Lo excesivo del lujo deviene más insoportable porque se compara con las dificultades que pasan los tripolitanos tras los meses de guerra, que en la fase final llegó a sus propias calles. Es al poner las dos realidades una al lado de la otra, al introducir a un harapiento en los salones dorados, cuando el contraste lastima los ojos. Pero no hay satrapía sin derroche, y en las tierras que manan gas y petróleo se encuentran sátrapas en abundancia. No se esconden tras las mismas retóricas trasnochadas, entre otras razones porque casaría mal con su condición de miembros de casas reales engarzados en dinastías principescas mas o menos descendientes del profeta, pero sin titubear proclaman el derecho a guiar a su pueblo, aunque en tanto que capitanes nacionales de la fe. Entre viaje y viaje de sus yates a los más selectos puertos europeos, ejercen de faros, defensores, abanderados y antorchas de los creyentes, y los petrodólares que invierten en promover las ramas mas integristas del Islam son tanto o más peligrosas para Occidente que la ayuda que prestó Libia a ciertos grupos terroristas, y que se cortó tras un oportuno pepinazo de advertencia.

Hoy los rebeldes recorren los palacios bombardeados con la misma curiosidad con que en su día se contaron los pares de zapatos de Imelda Marcos, pero no todo el que se rebela contra un tirano es necesariamente un demócrata. En la revuelta contra Gadafi ha habido mucho de guerra entre tribus, donde varias de ellas se coaligaron contra el dominio de una sola. Lo se avecina se anuncia mediante señales preocupantes: ser negro en la Libia liberada se ha convertido en un peligro y ya se habla de la sharia como nueva fuente del derecho. Pero Francia ha garantizado su tajada en el pastel del petróleo, que es de lo que se trataba desde el principio. ¿Derechos humanos? Sí, claro. A ver si ahora van a por el de Damasco.