Cuando la realidad supera a las palabras y se impone con toda su tozudez, insistir en mantener un discurso retórico, florido, pero vacío, es poco acertado. Muchas reformas llevadas a cabo en estos últimos años, plagadas de afirmaciones rimbombantes, no han pasado, ni pasarán del BOE. Son pura demagogia que cala en la sociedad al usarse reiteradamente, aunque no tengan correlación con la realidad. Mero discurso, pero efectiva propaganda mediática.

La Universidad española, en este orden de ideas, es con seguridad uno de los mejores ejemplos de una política hecha en torno a conceptos como los de excelencia, impacto, habilidades sin par, calidad y un largo etcétera que no son más que humo, pues nada ha cambiado respecto a lo de antes, salvo mucha burocracia, muchos papeles repletos de calificativos que se redactan sin contenido real y muchos comités decisores que leen mentiras reconocidas como tales, pero exigidas como si fueran ciertas.

Bolonia no existe, es una abstracción como ya dije hace meses. Todo sigue igual, salvo la reducción de un curso en los llamados Grados, que se amplía luego en año y medio en unos Postgrados más caros, para los que no hay dinero en su mayoría, de forma que cabe dudar de su viabilidad en estos momentos de crisis. El profesorado profesional, el dedicado a la Universidad en exclusiva, el que imprime carácter a la Universidad europea, se está viendo reducido y sustituido por profesorado contratado a tiempo parcial y muy barato. Ya no entran jóvenes, por lo que nuestra Universidad está envejeciendo y negándose a sí misma el futuro. Sin inversión el objetivo razonable ahora debiera ser el de mantener lo existente con cierta dignidad y esfuerzo imaginativo. Porque a nadie se le escapa que no hay "excelencias" cuando faltan los recursos elementales para desarrollar las funciones básicas.

Las habilidades que los planes de estudio enuncian como objetivos de la docencia, buenas como ideal, son hoy meras elucubraciones que viven en las guías docentes, en el papel, pero que mueren ahí habida cuenta la existencia de grupos de alumnos muy numerosos y la escasez de profesorado. Pero, los promotores de la idea, persisten en ella desconociendo la dura realidad. Es el triunfo de una jerga pedagógica, que no siendo rechazable en sí misma, es peligrosa cuando se constituye en dogma cuya violación es pecado mortal aunque no pase de ser una mera abstracción.

Pero, es aún peor, porque las reformas han llevado a que los jóvenes profesores, cada vez menos y más mayores, no puedan dedicarse a la investigación y al estudio, a formarse de verdad y a conciencia, al verse sometidos a exigencias absurdas, a maratones interminables de estupidez si desean permanecer en un oficio ya muy degradado. Porque no es el contenido de lo investigado lo que se valora por los sesudos tribunales formados a dedo y asesorados por informantes anónimos, sino mil indicios que, contrariamente a lo que se aduce, constituyen un marco de arbitrariedad muy superior al anterior. Esos profesores jóvenes, con contratos precarios y riesgo de despido permanente, deben realizar cursos sobre pedagogía de su propio bolsillo, que cobran unos antes desconocidos prebostes del nuevo dogma, pero que cierra las puertas a quienes no pueden disponer de medios. Tanto curso, con sus viajes, estancias fuera de casa y tasas de matrícula no puede ser pagado por profesores sin recursos, con más de treinta años muchos de ellos, con obligaciones familiares y con sueldos que pocas veces pasan de los mil euros. La Universidad puede de este modo convertirse en un privilegio exclusivo para pudientes.

Desde unos postulados pedagógicos postmodernos, vanguardistas -los causantes del fracaso en Secundaria hoy transportados tozudamente a la Universidad-, se rechaza irresponsablemente el estudio, la aprehensión de conocimientos, los exámenes en sí mismos considerados. Todo esto es lo antiguo y debe ser sustituido por una constante evaluación del alumno, la cual es una entelequia ante grupos de noventa alumnos que no permiten ni siquiera conocer su nombre, cuanto menos seguir su evolución diaria. El resultado, a la larga y ya constatado es una peor formación aunque se quiera vestir ingenuamente de excelencia. Sin saber no hay habilidades, aunque esta afirmación mía sea hoy pecado mortal y quien la profiere un pecador irredento que se ve con cierta prevención y tacha de peligroso antisistema. Qué tiempos aquellos en los que la Universidad pensaba, se rebelaba y se oponía a imposiciones elementalmente irracionales. Nuestra sumisión roza la obsecuencia vergonzante.

No hay medios y sin ellos toda reforma es pura ilusión y fracaso. Cambiarlo todo sin los instrumentos necesarios es arriesgarse a una hecatombe y perjudicar a una generación ya suficientemente afectada por esta crisis maldita. Insistir en una Universidad "excelente" cuando se ahoga por falta de los medios indispensables para este objetivo constituye un ejercicio que podría ser calificado de irresponsabilidad o ingenuidad. Los rectores deben plantarse, máxime cuando ya han sido avisados de que la inversión se va a reducir drásticamente. Si hace poco, cuando todo el proceso de reforma comenzó, no se vislumbraba una crisis tan grave y era posible, hipotéticamente al menos, avanzar por el camino propuesto, hoy la realidad se ha impuesto con toda su crudeza. Paremos una reforma inviable, que carece de financiación y ajustemos la Universidad a los medios con los que cuenta. Ser realistas es nuestra obligación.