Viajeros alicantinos, que tenían previsto el retorno para cuando todo parecía indicar que el Irene se pondría farruco en Nueva York, acaban de regresar y tendrían para escribir un libro. Hartos de que Air Europa los tomara por el pito de un sereno se juntaron en el aeropuerto y fue montándose el cirio. Como la poli por allí tampoco se anda con tonterías, antes de que se armara, localizó al cónsul que había dado hasta entonces menos señales de vida que la compañía. Cada vez se utiliza más el avión y cada vez espanta más tener que introducirse en una de esas pantagruélicas terminales donde se entra al son del que sea lo que Dios quiera. A mi mujer siempre le hacen quitarse los zapatos y a mí nunca, aunque lleve botas de montaña, y eso que tengo bastante más pie que ella. No he conseguido descifrar aún las normas por las que se rigen en el territorio en cuestión. En el penúltimo viaje, el avión salía a las cinco de la tarde. Andábamos por el extranjero. A las nueve de la mañana ya estábamos pesando maletas, por lo que no hace falta que les diga con quién viajábamos, y a las dos hicimos la última comprobación. Estábamos ya en la espera del embarque y el espectáculo era para grabarlo. Del grupo de amigas que teníamos enfrente, una llevaba colocándose tiempo con mimo un bulto para ver si colaba que estuviera de seis meses. Sin coñas porque, junto a esta escena, otra saltaba al aire y se dejaba caer de culo sobre el equipaje desde una considerable altura para conseguir que -la maleta, claro- adelgazara. Y uno, ensimismado con el espectáculo, sin saber que era el único que no iba a pasar. Cinco minutos antes de entrar descubrí que había extraviado el carné. Intenté con el de conducir, pero nasti. Hasta ahí nada que objetar. El problema es que si la capataz mayor de Ryanair hubiera utilizado el walkie con el que se exhibía en plan Oeste para hablar con la sección de objetos perdidos, le habrían dicho que allí estaba el documento. A la mañana siguiente, no sabía qué decir ni cómo disculparse. Pero a mí me dio por pensar en que, si el aparato este se caía, alguno saldría diciendo que había sido el destino.