No se ven estos días muchos anuncios de fascículos, que es como no ver por San Blas a la cigüeña, ni a la golondrina en abril. La entrada del otoño estaba ligada hasta hace poco a las colecciones de pastilleros, de monóculos, a la de relojes, también a los cursos de inglés por entregas. En el otoño volvíamos cada día del quiosco con un muestrario innumerable de objetos plastificados y manuales de tapa dura. A veces volvíamos hasta con el periódico, aunque no lo leíamos. ¿Qué se hizo de aquella furia por acumular las imitaciones de todo aquello que no habíamos tenido de niños? Los auténticos perros de porcelana inglesa, la colección de perfumes de Dior, los vinos de California y Chile, el juego de servilletas de punto de cruz, las guillotinas del mundo, el auténtico muestrario de nudos marineros. Tapábamos la llagada de septiembre, porque septiembre duele, con esos pecios que arribaban al quiosco como los orinales a la orilla del mar, y así se hacían más llevaderos los primeros fríos, las primeras jornadas de trabajo, los llantos del pequeño de la casa al conocer la guardería.

De repente, se acabó todo. Un otoño sin fascículos, sin colecciones de saleros, sin las mejores novelas policíacas del siglo XX. Es como si a las siete de la mañana uno abriera brevemente los ojos y no viera aún luz en la ventana. No importa, se dice uno, los volveré a cerrar durante cinco minutos y al abrirlos de nuevo habrá comenzado a amanecer. Pero los cierra y los abre y son las diez de la mañana y todavía es de noche. Pues eso, que enciende uno la tele, se traga el telediario, el tiempo, el programa de concursos, se traga todo, y cuando llegan los anuncios no hay fascículos, no al menos en la cantidad normal. ¿Hemos caído en una noche eterna?

A lo mejor, te dices, es que vemos menos la televisión. Podría ser, no lo negamos. Podría ser que pasáramos las mismas horas delante de ella, pero que hubiéramos dejado de verla, incluso de mirarla. O que ella hubiera dejado de vernos y mirarnos a nosotros. Este otoño hay en la calle y en cada una de nuestras vidas suficiente cantidad de realidad como para andar perdiendo el tiempo con colecciones de idioteces o con refritos de programas prehistóricos de televisión. De repente, el fascículo es la vida.