P or la mañana, el país hervía de indignación y perplejidad. O una parte de él, que habrá otra que viera con ojos encandilados la eficacia con la que los mossos cargaban contra los asentados en la plaza de Cataluña. Fue un espectáculo. Y de hecho, Susana Griso, que se saltó el sumario y se pegó a esa actualidad no prevista, fue líder de la mañana, y su Espejo público le mojó la orejilla a Ana Rosa, ensimismada en menesteres de corro y mesa camilla. Por la noche, las tertulias tedeteras echaban más fuego del habitual y se relamían de gozo en la banda derecha. Lo de siempre. La novedad vino de la tertulia de una de las marcas de La Sexta, Al rojo vivo, que modera Antonio García Ferreras, que a su vez dirige la emisora. Aprovechando el equipo que la casa tenía en la plaza para recoger al minuto lo que sucedía, sucedió que Andréu Buenafuente pasaba por allí.

Y se convirtió en reportero accidental. Entró en directo, micrófono en mano, asegurando que la tranquilidad, después de un día tan agitado, era absoluta, que la gente no tenía pensado abandonar, y que ni siquiera el triunfo del Barcelona como posible campeón de Europa, tal como ocurrió el sábado, los movería. Lo curioso de esa crónica realizada en directo por Buenafuente fue ver otro registro de Andréu. Fue algo raro. Acostumbrados a verlo como maestro de la ironía, del matiz, del humor y del monólogo punzante, con un micrófono en la mano, con su pinganillo en la oreja, entrevistando a un portavoz de la plataforma del 15-M catalán, parecía menos Buenafuente. Lo era. Dejó al personaje y se convirtió durante los seis minutos de conexión en testigo privilegiado que narró sin estridencias lo que ocurría. Era una imagen inédita. Pero lo suyo es lo otro.