El comité federal del PSOE aprobó ayer ganar tiempo: habrá primarias, como quería José Luis Rodríguez Zapatero, pero serán sólo un simulacro, ya que, salvo sorpresas que nadie espera, únicamente se presentará un candidato, Alfredo Pérez Rubalcaba, que ni siquiera era el preferido por el presidente del Gobierno; habrá una conferencia para preparar un armazón programático que acompañe al ministro del Interior en su misión imposible, pero no habrá congreso extraordinario que defina un proyecto político nuevo, como pedía el lehendakari Patxi López. A medio camino entre el shock y el pánico, todos (Zapatero, Carme Chacón, López, los barones, la vieja guardia y hasta el propio Rubalcaba, que dispondrá de un poder vicario, pero no propio) han dado un paso atrás. Ocurre que la forma en que se han producido los hechos desde la debacle electoral del pasado domingo lleva a pensar que ese paso atrás en ningún caso es, como reza el chiste, para tomar impulso: es sólo fruto del miedo.

Al PSPV le toca hoy cubrir la primera estación de su particular viacrucis en la Comunitat. También aquí se han alzado voces diversas y discrepantes en los últimos días y se ha echado mano con profusión de las hemerotecas. Se ha recordado el compromiso de Alarte de dimitir si no mejoraba el resultado de Pla y éste mismo se ha adelantado a pedirle que se marche; se ha reclamado -lo ha hecho la secretaria provincial de Alicante, Ana Barceló- un congreso extraordinario, y también se ha defendido lo contrario: hacer el don Tancredo. Pero la manera en que todo esto ha sucedido lleva a pensar que, una vez más, los socialistas no se han enterado de nada de lo que el 22M les pasó. Quienes hablan de aguantar, no lo hacen tras un cálculo sincero sobre lo que es mejor y lo que es peor, no ya para su partido, sino para su base social; quienes exigen un congreso o la dimisión de Alarte, tampoco están pensando en hallar ni aportar soluciones: sólo en cobrarse una pieza a la que venían persiguiendo desde el mismo día en que asomó por la selva que siempre ha sido el PSPV.

Los socialistas viven en permanente estado de ansiedad desde que en 1995 perdieron el poder. No reflexionan, ni miden. Se excusan y sobreactúan, que no es lo mismo, y siempre en la misma dirección: la de cortarle la cabeza a una cúpula del partido tras otra, para dar la impresión de que algo cambia cuando en realidad nada han sido capaces de cambiar en tantos años. Consumida ya más de una década del siglo XXI ellos siguen anclados a discursos, políticas y formas de proceder que en muchos casos provienen del último tercio del siglo XX. ¿Qué han modificado en realidad desde los años 80, gozando del poder o penando en la oposición? Poca cosa. Y la poca que han variado tiene más que ver con la imitación de modelos que no son los suyos -como la deriva presidencialista copiada del PP, cuando su estructura y su historia como partido, y la motivación de su electorado, es completamente distinta a la de los populares- que con planteamientos de fondo acerca de cómo se ha transformado la realidad y la sociedad a la que deben servir. Lo mucho que personalidades cercanas a los socialistas valencianos han escrito sobre todo esto viene a resumirse en una línea: el PP tiene secuestrados y engañados a los ciudadanos de esta autonomía. Hacia dentro no hay autocrítica, ni renovación: a lo más, revancha tras revancha. Afuera no miran: no les da tiempo. No buscan explicaciones, sino justificaciones. No es que la sociedad valenciana haya abandonando al PSPV, es el PSPV el que hace tiempo que le dio de lado. Y, encima, tomándola por tonta y corrompida.

Tras la caída de Joan Lerma, el PSPV ha tenido tres secretarios generales y tres -y no siempre coincidentes- aspirantes a la Generalitat. Y entre medias ha sido gobernado por dos gestoras. Salvo en una oportunidad, jamás ha repetido candidato y, excepto una vez, el escogido no venía de fajarse en Les Corts. Sólo en una ocasión, con Pla, se dio la excepción de lo que debería ser norma: presentar dos veces el mismo cartel y que el agraciado estuviera sentado en el Parlament. Una conjura palaciega de las que tan bien articulan las familias socialistas y sus propios errores llevaron a que el experimento no durara más allá de unos meses.

No sé qué hará el comité nacional del PSPV. Pero deberían tomar nota (ellos y el PP) de lo que, quienes antaño fueron sus rivales y hoy gozan de un retiro privilegiado -caso del expresidente Zaplana o el exsenador Barceló-, están advirtiendo: que por primera vez los socialistas corren el riesgo cierto de pasar a la irrelevancia política, de convertirse en una fuerza de segundo orden, y eso no es bueno para la higiene democrática, menos en una Comunidad tan falta de ella como es la nuestra.

No es ninguna exageración. En estas elecciones el PSPV ha sufrido tres sangrías: la de la fuga de votantes hacia la abstención, la de la transferencia de papeletas a Esquerra Unida y la de la apuesta de muchos ciudadanos por Compromís. Todo se resume en lo mismo: disgusto con la política llevada a cabo por el partido, pero no sólo en Madrid, sino también en la Comunidad. El caso es que el fenómeno de la abstención no es nuevo; y que los electores que cambian su voto del PSPV a EU son, probablemente, los que tienen una ideología más acendrada de izquierdas pero también, en proporción alta, los de mediana edad y mayor experiencia política. Pero lo que se lleva Compromís es el voto joven, y todos esos factores juntos, pero sobre todo el último, pueden suponer un golpe fatal para los socialistas, que de continuar así habrán malbaratado el pasado, perdido el presente y, lo que es peor, arruinado el futuro.

El PSPV necesita ponerse a trabajar en serio hoy mismo. Y no cesar hasta no comprender lo que está ocurriendo e hilvanar una línea de acción atractiva y de amplio espectro. Pero no debería caer de nuevo en el error de las prisas, las vendetas y la incapacidad de soportar la presión del tigre de papel, siempre ávido de sangre. Lo sustancial es que se regenere, y eso sólo puede hacerlo un congreso. ¿Cuándo? Cuanto antes, pero no sin que haya tiempo para un debate en profundidad en el que participe la militancia y se oiga, de verdad y no por marketing, lo que la calle está diciendo. Y tampoco desde la urgencia por cambiar de líderes, sino desde la serenidad para elegir los mejores. Romero se alzó en un congreso en el que la mitad del partido estaba contra él y sus propuestas. Pla se impuso por los pelos y sin proyecto. Y Alarte rizó el rizo ganando uno en el que su programa fue derrotado. En cada ocasión, triunfó la aritmética pero perdió la política. Si vuelven a poner la persona por delante del discurso; si no se dan cuenta de que no importa tanto el quién como el cómo, el porqué y el para qué, entonces habrán frustrado la que quizá sea su última oportunidad de ser relevantes, y no inservibles.