Volvía de mi paseo matinal (07.30 horas de la mañana) cuando, ya cerca de la salida del parque, se me acercó una señora de unos cincuenta años. Pensé que me pediría la hora, que me pediría fuego, no sé, que me pediría algo que yo pudiera darle. Pero no.

-¿Te ha costado mucho? -me preguntó con una voz profunda, intensa, extraña.

-¿Cómo dice? -pregunté aproximándome, por si no había oído bien.

-Que si te ha costado mucho.

La repetición de la frase fue acompañada ahora por unas lágrimas. Advertí entonces también en su rostro una expresión como de extravío y tuve miedo. Dada la hora, estábamos ella y yo solos en medio del camino que conducía a la salida del parque. Durante unos segundos permanecí envarado, sin tomar ninguna resolución. Después dije:

-Creo que me confunde con alguien, señora.

A lo que respondió:

-¿Era necesario que destrozaras mi vida y la de mis hijos?, ¿era realmente necesario?

Volví a balbucear que me confundía con alguien y comencé a caminar de nuevo, con ligereza, hacia las puertas del parque. Cuando ya me encontraba fuera, miré hacia atrás y no vi a la señora. O había desaparecido o había cambiado la dirección de su marcha. Yo me quedé muy mal, muy mal, como si realmente hubiera destrozado la vida de esa mujer, y la de sus hijos. Me acerqué al quiosco, como todos los días, cogí los periódicos y me metí en la cafetería donde suelo desayunar mientras reviso la prensa por encima. Pero no lograba concentrarme en nada. Pensé que quizá en alguna dimensión paralela de la realidad la señora del parque y yo habíamos estado casados (quizá aún lo estábamos, aunque separados) y que yo no me había portado bien. También pensé que quizá estaba loca, lo que no me proporcionó un gran consuelo, pues en tal caso debería haberla ayudado. El asunto, en todo caso, me arruinó la jornada. Y aunque sucedió hace seis o siete días, a veces, dentro de mi cabeza, veo de nuevo a la mujer acercándose a mí para preguntarme si era necesario que arruinara su vida y la de sus hijos.