Hemos salido a la calle y convertido la indignación en masa y la rabia en la mayor tarjeta amarilla que haya visto el poder en años. Estos días he visto a gente redimirse de años de indolencia y pasividad cogiendo un megáfono en una asamblea, he visto a personas descubrir que no tenían miedo de hablar y de decir «me niego a vivir instalado en el asco». Hemos recuperado la autoestima y nos hemos ilusionado viendo las plazas convertidas en parlamentos. A ellos los hemos visto ignorarnos, humillarnos y después amenazarnos, asustados como sátrapas en palacios asediados, ya vacíos. Se han retratado: han intentado hacerse nuestros amigos demasiado tarde quemando las naves de la poca credibilidad que les quedaba. El mundo nos mira con asombro. Nadie esperaba una revolución española. Y lo que ha ocurrido hace pensar que sería posible. Pase lo que pase hoy, el 15-M y los días posteriores quedarán en la memoria de la mayoría. Quien siga dudando de si afectará o no a la manera de vivir la política en España, o no está aquí o está muy ciego.

La Junta Electoral Central ha lanzado el guante: «el sistema os echa hoy a las 00.00. A partir de ahí, sois los malos». En ese momento, quienes estén en una de las acampadas declaradas ilegales serán considerados enemigos de la Ley. No es justo, quiénes son ellos, no nos representan, no acatamos su ley. Pero la suya no es la Ley con mayúsculas. La suya es una norma menor, una resolución tomada por cinco juristas adormilados a quienes han despertado a media noche para que corten el cable rojo o el azul mientras miles de ojos se les clavan en la espalda. Esta ley es el triste salvavidas de un burócrata asustado; la Ley con mayúsculas es la que abrazamos hace 30 años como principio del cambio que hoy está evolucionando, creciendo y madurando. Es la misma Ley que, tras cuarenta años de gorras y desfiles, nació de la voluntad popular para jurarnos que no sabía hacer distinciones entre los señores con trajes y los señores con mono azul. Esa Ley es la garantía de nuestro sistema, lo que nos permite creer, y desear, que las normas son y deben ser comunes para todos. Es lo que nos ha traído hoy hasta aquí a la inmensa mayoría de nosotros. A reformar el sistema, no a echarlo a arder. Son ellos, los políticos corruptos y los banqueros miserables, quienes han violado la legalidad mintiendo, manipulando, robando lo que es de todos. Son ellos los antisistema y los criminales. Y hemos sido nosotros, la gente de a pie, quienes nos hemos echado a la calle para denunciarles, perseguirles y enjuiciarles. Hoy, son los ciudadanos, indignados en casa o acampados en la calle, quienes dan sentido a la palabra Ley y quienes se convierten en sus verdaderos agentes.

Esta noche podemos recoger el guante de quienes se escudan tras sus artificieros de dos maneras. Podemos perder los nervios y reaccionar violentamente. Habrá quien lo llame "lucha", pero no será más que una batalla perdida. Permitir enfrentamientos y provocaciones dentro de las concentraciones degenerará en disturbios durante interminables horas en las que veremos consumirse el sueño de una revolución cívica. Sabremos, cuando escuchemos crujir los cristales, que todo lo que ha pasado estos días se acaba de evaporar. Comprobaremos cómo la simpatía y el apoyo de las clases medias de todo el mundo se transforman en fríos y decepcionados titulares en esos periódicos que hoy exhibimos en la calle como trofeos de nuestro multitudinario equipo. Algo quedará, pero será una caricatura de lo que podríamos haber conseguido. Nuestra Ley y este movimiento quedarán estigmatizados, marcados como material terrorista que confiscar en los aeropuertos. En ese momento, habremos perdido la razón y se la habremos regalado a ellos.

Pero tenemos otra opción, y, según he entendido, es la opción mayoritaria entre quienes quieren que el 15-M sea un movimiento real y no el sprint de un enajenado que termina estrellado contra una pared. Rodeemos el muro. Tomemos las calles, la plaza, para reflexionar. Si aquí está prohibido sentarse, allí quizá no lo esté, comprobémoslo. Despistémosles en un multitudinario juego nocturno, pacífico pero fluido y constante, de muchos grupos de amigos que reflexionan a la vez. En paz, sin ruido y sin darles argumentos para intervenir. Podemos y debemos neutralizar, como se ha hecho eficazmente hasta ahora, a los pirómanos que llevan días jugando nerviosamente con el mechero en el bolsillo.

Tenemos la oportunidad de demostrarles que nosotros, al contrario de quienes mienten por su poltrona, endeudan pueblos o reparten dividendos de fondos públicos, sí creemos y respetamos esa Ley que prohíbe asumir que unos son más que otros. Aunque no comprendamos sus normas más estúpidas, conservemos la calle sin dejarnos seducir por la ira. Y el domingo tomémonos nuestro tiempo para ir a votar durante el día, y, como si fuera el paraguas durante una semana lluviosa, recuperemos las pancartas a la medianoche. Volvamos a acampar indefinidamente cuando no puedan argumentar excepciones a contrarreloj. El cambio empezó el día 15 y debemos recordar que esto es una carrera de fondo. Sería un tremendo error frustrarse si el domingo por la noche vuelven a respirar aliviados. Falta un año para que llegue el verdadero día D. Quedémonos hasta que les arranquemos una nueva Ley que les convierta, de una vez, en uno de nosotros a ojos de la justicia.

Hemos cambiado muchas cosas en muy poco tiempo y sentimos que ahora el poder es nuestro. Ese mismo poder nos puede volver lo bastante avariciosos como para sentirnos legitimados a corromper la paz social, como ha hecho con ellos, que apagan incendios con gasolina. No rompamos el saco. Paseemos por la plaza, por las calles, reflexionando sin miedo. Ellos nunca lo harían.