Afortunadamente, quedan ya solamente seis días para que podamos descansar de la campaña electoral. En un mundo donde las posibilidades de comunicación e información nos sobrepasan, no deja de resultar sorprendente la repetida liturgia que todavía da cuerpo a nuestras campañas electorales y que, periódica y sistemáticamente, se desarrolla con motivo de los distintos comicios. Desde la "pegada" inicial de carteles, convertida ya con el paso del tiempo en atávico rito tribal, hasta esa innecesaria "jornada de reflexión" (¿reflexión sobre qué?) del día anterior a la votación, se nos bombardea con todo un despliegue de mensajes intrascendentes en vallas publicitarias, megafonía ruidosa por las calles, mítines trufados de retórica vacía, chascarrillos varios, descalificaciones personales contra el adversario y vanas o desmesuradas promesas programáticas. Por el contrario, los debates televisivos, que deberían constituir el medio más barato y eficaz de trasmitir a la ciudadanía las distintas ofertas y soluciones, son sistemáticamente rehuidos o, cuando se producen, se atienen a formatos rígidos y tediosos de los que poco provecho informativo y formativo puede obtener el electorado.

Tengo para mí que la ciudadanía soporta con indiferencia y con creciente desafección el tipo de campaña electoral a la que se nos somete y que agradecería una mayor altura de miras y una mayor seriedad intelectual por parte de políticos y candidatos. Quizá la clase política no se ha dado por enterada pero la opinión pública ha empezado a considerarla, tras la situación económica y el paro, como el tercer problema nacional. Es un hecho que no debe dejarnos indiferentes sino servir de estímulo, por el bien de nuestra salud democrática, para procurar que la brecha de distanciamiento y desafección de los ciudadanos hacia la política no siga agrandándose.

La actual campaña en nada contribuye a superar esa brecha. En la misma, aunque dentro de una tónica similar, observamos dos niveles: el correspondiente a los líderes nacionales y el asociado, teóricamente, a los ámbitos locales y autonómicos. Creo que hay una general aceptación de que son los factores y las expectativas de carácter nacional los que están condicionando las elecciones del 22-M, hasta el punto de convertirlas en una primera vuelta de las próximas elecciones legislativas. Pero esa circunstancia, lejos de propiciar un debate fructífero tendente a la aproximación de las dos grandes fuerzas políticas nacionales para afrontar con responsabilidad los graves retos económicos que tenemos planteados, está dando lugar a una estrategia de acusaciones mutuas respecto a los necesarios ajustes y sacrificios para superar dichos retos que va a deteriorar seriamente nuestra convivencia social. Da la impresión de que no se pretende alcanzar un consenso básico sobre las grandes reformas estructurales que en lo económico y en lo laboral se necesitan, y de que no se quieren compartir los costes políticos originados por las mismas. Corremos así el riesgo de deslizarnos hacia una situación de crispación y de confrontación social muy preocupante, similar a la que atraviesa Grecia en los momentos actuales.

Si del ámbito nacional descendemos al autonómico y al local, contemplamos una misma carencia de sentido de la realidad y de percepción de la grave situación económica y de deterioro social por la que atravesamos. Un ligero repaso a los programas autonómicos y municipales nos deja boquiabiertos si tenemos en cuenta que en muchas de dichas administraciones no se puede atender el pago de los proveedores y se alcanzan niveles de endeudamiento difícilmente digeribles. El colapso de la recaudación provocado por la crisis económica va a obligar sin embargo, inexorablemente, a recomponer el funcionamiento y las atribuciones del Estado autonómico y de los ayuntamientos, víctimas de sus anteriores dispendios, de las duplicidades administrativas y de las ansias de acumulación de competencias. Pero partidos y candidatos -aunque es obligado reconocer que con mucha menor dosis de realismo por parte de los que ejercen la oposición- parece que no se enteran. Los programas electorales siguen prometiéndonos parques temáticos, centros culturales, creación de múltiples observatorios y consejos municipales con los que incrementar el gasto corriente, planes millonarios para infraestructuras y otra serie de iniciativas onerosas. ¿De dónde se obtendrán los recursos necesarios? ¿De un mayor endeudamiento que ha llegado o está llegando al límite? ¿De subidas de tasas e impuestos que estrangularán todavía más al consumidor y a la economía productiva? No se nos explica ni parece, en definitiva, que eso importe demasiado. Aquí no pasa nada: todos tan contentos y felices, y que siga la fiesta. La campaña parece efectivamente transportarnos a un estado de embriaguez programática en el que, salvo escasas excepciones, se confunden los deseos con la realidad. Pero esta última, no lo dudemos, acabará imponiéndose con toda su crudeza apenas terminen los efectos de la resaca.