Yo no he fumado jamás, si dejamos en el olvido los canutos de papel de periódico con el que envolvíamos hojas secas de pino en el colegio, o las caladas que me pasaban de maría pocos años después. Los veinte mejores años de mi vida académica transcurrieron compartiendo despacho con Alberto Saoner, quien fumaba como el carretero proverbial, y no puede decirse que me molestase el humo. Así que carezco de la fe del converso arrojando cañonazos contra el vicio del tabaco. Me limito a manifestar mi extrañeza ante el hecho de que personas muy inteligentes -Saoner, la primera de ellas-, que saben a ciencia cierta que el fumar les mata a una velocidad apreciable, sigan con su costumbre como si no les fuese nada en ello. Cada cual es libre de suicidarse como le venga en gana, así que no es ése el problema de fondo. Tampoco lo es el esgrimido por las autoridades respecto a su cruzada en defensa de los fumadores pasivos. No nos engañemos: si tratar de los enfermos de bronquitis, cáncer de pulmón y demás dolencias propias de los fumadores fuese fácil y barato, al Estado se le daría una higa que hubiera o no tabaco. Bueno, en realidad haría lo mismo que ahora: freír a impuestos las cajetillas y sacar provecho de la adicción a la nicotina. Así que, más que un problema de salud, es un resultado negativo entre lo que ingresa y lo que se gasta lo que ha llevado a que los fumadores se hayan vuelto hoy los nuevos apestados.

En tiempos de penurias económicas, nada que objetar. Excepto que las consideraciones económicas deberían tomarse en cuenta de forma exhaustiva. Persiguiendo al tabaco, no se ha optado por prohibirlo sin más, que parecería lo lógico cuando está en juego la salud pública. Se tolera -y se sacan muy jugosos beneficios impositivos- pero obligando a los dueños de los lugares en los que es posible fumar a hacer inversiones nada despreciables con el fin de acondicionar una parte de los locales para, poco después, convertir en humo también ese gasto. Ahora la historia se repite: hay que calentar las terrazas para que quienes quieren sentarse fuera, aprovechando la tolerancia actual, no se congelen. ¿Para que dentro de unos meses o unos pocos años se prohíba fumar también en la acera?

La indiferencia de las autoridades ministeriales hacia los propietarios de cafés, bares y restaurantes -a las discotecas no he ido desde hace medio siglo y no sé de qué van las cosas allí- es digna de estudio. En términos de debilidad mental, claro es. ¿De verdad se toman en cuenta los efectos de las leyes? ¿O lo que sucede es que se deja en el olvido de una forma tan manifiesta como lesiva todo aquello que se desprende de cualquier cambio de las normas? La respuesta es fácil: los griegos se dieron cuenta ya hace veinticuatro siglos de los abusos a los que lleva la mezcla de poder y arrogancia. Atribuían a esa combinación letal la caída del imperio persa. Pero se ve que andaban equivocados; aquí, a los poderosos arrogantes no les sucede nada.