Se llama Ana Gosálvez. Es insultantemente joven. Trabaja en el área de Publicidad de esta casa e irradia entusiasmo. Por los pasillos, en las reuniones y en la celebración de diferentes eventos no le conocía gesto adusto alguno. Ni siquiera de contrariedad. El sábado pasado fue con dudas al fútbol. Durante la segunda vuelta había dejado de acudir alguna que otra jornada, porque no podía resistir la progresión hacia atrás que mostraba el equipo. Pero, a pesar del leve hilo de esperanza, iba con recelo. Se sentó y apenas se movía. Parecía una efigie. Estaba absorta en el juego, que ya es estar absorta. Cuando el contrario marcó el primero del triple mortal de necesidad, permaneció inerte. Desde una localidad de la misma fila, con unos cuantos por medio, apenas si se le veía la coronilla. Clavé los ojos en ese hueco, mientras el estadio encogía. Transcurridos los instantes necesarios, aquel ser inmóvil dio señales de vida, el pelo se revolvió lentamente y giró la cabeza. Para los que solo la tratamos en el curro, costaba reconocerla. Era la tristeza. Una expresión de amargura pura y dura, exenta por completo de muecas. Me recordó a mí demasiados años atrás y, a tantos otros, que sienten cómo se produce dentro, muy dentro ese quebranto. Ahí reside el misterio, la grandeza y las miserias de este invento con el que no terminan ni los que se toman a chufla semejante sentimiento ni los que convierten al equipo de tus amores en la casa de tócame Roque. Hablando de Roque, el presidente que está al frente de los colores que lleva Ana ha empezado a distribuir culpas y responsabilidades por las cuatro esquinas deteniéndose de un modo especial en la actitud de Royston Drenthe. A buenas horas, mangas verdes. No obstante, como no hay que echar nada en saco roto, sería un detalle que el entrenador sacara al holandés en el último partido aunque fuese a rastras. La gente tiene derecho a despedirlo como se merece. Y que, así, los únicos que sufran no sean siempre los mismos.