Cuando elaboré la lista de integrantes de este orfeón, añadí a cada nombre una frase o palabra a modo de boceto que me pudiera servir de arranque. Y por algún motivo que solo Freud entendería, en el caso de Sonia Castedo escribí a continuación "Isabel I". No nuestra reina católica, sino la inglesa pelirroja que fue cuñada de Felipe II confirmando inapelablemente que congeniar con los cuñados es un problema que viene de antiguo. Como Isabel I, Sonia Castedo heredó la corona del temible Díaz Alperi (Enrique VIII) tras una sucesión de carambolas imprevisibles que la llevaron de la alacena del castillo al trono; como Isabel I, Sonia Castedo debe enfrentarse a la pretendiente Elena Martín (la católica María Estuardo) que conspira contra ella desde las mazmorras de la oposición; como Isabel I, el primer Lord de su reino es otro católico que trama su asesinato, pero del que no puede prescindir. Me refiero al Duque de Norfolk y José Joaquín Ripoll.

Comprendo que tanto paralelismo termina por resentirse: no me consta que Sonia Castedo profese la fe anglicana ni que Elena Martín se parezca remotamente a una católica escocesa. Hoy también sería impensable que un clérigo las mancillara con un panfleto titulado "El primer toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres": el clérigo sería quemado por hereje en un plató; también admito que comparar a Díaz Alperi con Enrique VIII puede tener cierto sentido gastronómico pero poco más; en cuanto al Duque de Norfolk, finalmente fue decapitado por orden de Isabel y sospecho que la probabilidad de que Ripoll siga sus pasos es levemente inferior a la de que el vicepresidente Chaves logre construir una frase inteligible.

El periodismo debería estar reñido con la fantasía y, de hecho, estas transgresiones apenas rebasan una foto manipulada del cadáver de Bin Laden. Hace quinientos años, Lord Cecil y Walsingham agarrotaron a los enemigos de la reina con la implacable crueldad de los tiempos; hoy, llamamos "mayoría absoluta" a esa implacable crueldad y "diferencias internas" a las conspiraciones domésticas. Lo cierto es que no hay jesuitas dispuestos a apuñalar a la reina en su alcoba, ni salas de tortura donde gimen los rivales políticos, ni ejércitos reclutados entre campesinos famélicos, ni conspiradores con zapatos de hebilla y espada al cinto. Todo es afortunadamente más profano por falta de épica y el porvenir de reina y pretendiente descansa en la insondable decisión que adopten unos miles de vecinos de aquí a quince días. Escribo insondable porque no hay nada menos científico que los pronósticos locales: ¿cómo averiguar si la muchedumbre castigará a Camps/Zapatero o premiará a la brigada municipal que limpia la caca de los perritos con admirable diligencia? La respuesta vale un reino o, en argot electoral, una vara. Que es, por cierto, una palabra feísima.