Dado que en Estados Unidos no hubo romanticismo, tuvieron que inventarlo por pundonor nacional. Y mimético al europeo. Fue el llamado western. Películas de vaqueros y coristas de saloon, de indios guerreros y biblias, de predicadores y cuatreros, de bisontes en la pradera y ahorcados con la

soga, de la estampida del oro narrada por London hacia el Kondlike de Alaska. Esa línea impregnó la música nacionalista -la de Copland, por ejemplo- y alcanza la actualidad literaria de hoy con Corman McCarthy. Pero sobre todo permanece en el imaginario colectivo sobre códigos nunca enterrados. Porque el relato fue real.

EE UU es un país sin historia y debió amalgamarla toda en un siglo: las consecuencias de esa colonización violenta y medieval aún perduran en la psique de la nación. Vaqueros e indios, colonizadores implacables, ciudades sin ley, Colts 45, pistoleros y enterradores, wiski y vacas: sucedió hace pocas generaciones. Como contó Faulkner en Sartoris, los estadounidenses del XIX no curioseaban sobre su pasado: descendían del famoso tribunal de Londres que los había expulsado a las colonias por maleantes. Así se construyó la epopeya de EE UU. Y así responde la nación que consagra la libertad de expresión y los derechos humanos cuando se trata de liquidar un trauma colectivo: matando al enemigo y preguntando después. Obama o Bush. No importa. El mito puede más que la razón; la mística de la nación, más que los códigos jurídicos; el miedo, más que los principios; y la pulsión colectiva más que las personas.

¿Dónde empieza y acaba la legalidad? ¿Dónde comienza la bestia y acaba el hombre? Más allá de las libertades y de los derechos, se hallaba Bin Laden. Como en el viejo western, donde colgaban carteles con las efigies de los pistoleros, se había puesto recompensa a su cabeza: 50.000 dólares. Vivo o muerto. Fue el sherif Bush quien hizo la valoración y dispuso la cifra, incapaz de abatirle. Obama ha logrado ejecutar la misión. Mejor muerto que vivo. El lider terrorista, que acabó con la vida de 3.000 estadounidenses y cambió el paradigma de la nación poblándola de estupor y de fantasmas, murió de dos tiros. Iba desarmado.

De inmediato, miles de personas colonizaron las calles de EE UU y rodearon la Casa Blanca festejando el triunfo. La imagen izando banderas y emitiendo comentarios jocosos, celebraba la muerte. La muerte del icono, es decir, la caza del mal. Muerte al fin y al cabo. Y se narraba como si el viejo Manchester actual, allá en la metrópoli, hubiera ganado alguna final futbolística.

Los satélites europeos se contagiaron del furor y anularon su capacidad crítica: también aplaudieron la muerte del terrorista sin preguntarse por los procedimientos ni los principios de legalidad. Como en el western, sólo se trata de distinguir entre el bien y el mal. La Europa desquiciada también se ha dado un baño de romanticismo. Cuando se pierde el rumbo, lo cómodo es mirar al pasado. EE UU lo hace. Tanto, que siempre está basculando sobre aquellos valores que construyeron una nación. Obama se halla en la cúspide de su popularidad. Ha cazado el mal sin necesidad de reparar en los tribunales. Ya puede invitar a una ronda en el saloon.