Un chaval de unos diez años intenta entender por qué una pareja de veinteañeros no se alegra de que Bin Laden esté muerto. Pregunta y graba las respuestas en su iPhone, ejerciendo de reportero improvisado. Entre tanta alegría contenida, quiere saber por qué ellos han escrito una pancarta con un mensaje discordante: "Yo celebro la vida, no la muerte" y "El ojo por ojo ha dejado a esta nación casi completamente ciega". Puede que sea el más joven de los miles de ciudadanos norteamericanos que el lunes se dieron cita en la Zona O para dejar testimonio del que es ya sin duda uno de los momentos históricos más importantes de este siglo. Y también puede ser uno de los pocos norteamericanos que se planteaba si matar al ejecutor serviría para mitigar la pena irreversible del 11-S, si la caída de Bin Laden podía equipararse con el derrumbe de las Torres Gemelas y si realmente este hecho hace a ese país más grande.

No era una celebración. Se escuchaba el silencio, solo interrumpido por el ruido de las máquinas que seguían trabajando en el interior del área vallada en la que se está dando vida al sustituto del World Trade Center, las arengas de algún patriota exaltado y las voces suplicantes de los controladores de tráfico -"Don't stop, please"- que intentaban que la multitud no colapsase la calle. Y es que en ese espacio, entre Church Street y Vesey Street, se juntaron decenas de periodistas y cámaras de televisión con sus improvisados platós montados ininterrumpidamente desde la noche del lunes; turistas que fotografiaban el momento para llevarlo a casa de vuelta y norteamericanos que acudían al lugar del dolor con respeto pero sin demasiada euforia. Frente a ellos, quienes sacaban las banderas americanas a ondear, quienes repartían pegatinas "God bless America", quienes llenaban de flores los postes, quienes pegaban en las vallas las primeras páginas de los periódicos con la imagen de Bin Laden o quienes sujetaban en sus manos un improvisado póster en el que se podía leer: "Este capullo ya duerme con los peces".

Sin embargo, había mucho de contención. Ni siquiera se podía ver excesiva policía en los alrededores. Al menos la que sería de esperar en un hecho de esta envergadura, aunque un helicóptero sobrevolaba la zona de forma continua. "Hoy es un gran día para América -aseguraba una mujer de mediana edad mientras miraba a su alrededor-, pero veremos qué va a pasar mañana después de esto". Un hombre le responde mostrándole una pegatina: "I love America".

Mientras, los luminosos de Times Square continúan deslumbrando para los turistas, el Empire State sigue soportando largas colas para subir al cielo, Central Park acoge un día más a los profesionales del footing, la Quinta Avenida llena sus tiendas, Canal Street negocia con los falsos Rolex y el Bar Pitti del Soho, el de Sexo en Nueva York, reúne otra vez a los más guapos para ver y dejarse ver. La ciudad sigue su curso, su ritmo, su pulso diario. No hay más policía, no hay más controles, no hay nervios. En el metro nadie habla de la gran noticia. Algunos, pocos, leen en silencio el New York Times, pero los más prefieren rendirse a la música y aislarse del mundo, o jugar con el móvil a matar enemigos, que al fin y al cabo es lo que más se parece a la realidad.

Cerca de la Zona O, los camareros de un Deli, las tiendas donde comprar comida para llevar, encienden la televisión. Obama habla. "¿Pero cómo lo van a tirar al mar? ¿Y no nos enseñan el cadáver? Eso no puede ser, por eso la gente está incrédula...". A lo mejor, también por eso, el chaval que ronda los diez años intenta entender si la muerte de Bin Laden les hace en realidad más grandes.