Ha tenido que venir la Francia a dar un capote de olé a esta España de calor, sangre y arena. Esa Francia que a veces nos parece remilgada y rancia ha hecho honor a su grandeur y sin ambages ha enfilado los toros hacia el seno del Patrimonio Inmaterial de su Cultura. Y como si nada, en silencio absoluto y sin alharacas políticas, para cabreo y desconcierto de los antitaurinos y de la mismísima Brigitte Bardot. Aquí, mientras tanto, andamos dando largas cambiadas con nuestra fiesta, apuñalada, prohibida, cuestionada y despreciada por los predios del solar patrio. No voy a realizar una defensa a ultranza de los toros porque me marean la sangre y los bufidos de la agonía. Además, sufro un trauma desde que asistí a una corrida en una plaza portátil. Vi al torero empezar con dudas, pero bueno, me dije, debe ser algo normal. Pasados unos minutos el público comenzó a increparle llamándole bailarina, pues más parecía que fuera a hacer un plié que un pase con la muleta. Para culminar, con el bicho patas arriba, apuntillado sin compasión, cuando esperaba ver la entrada de las mulillas enjaezadas para arrastrar al morlaco apareció en la arena un camión destartalado de la empresa local de grúas. Este surrealista momento fusiló la encumbrada idea estética y artística que tenía de la fiesta nacional y desde entonces no la sigo ni por la tele. Pero ello no evita que me quite el sombrero con la lección torera de nuestros vecinos, que sólo tienen la fiesta en los rincones del sur pero que saben darle protección y valor y hasta venderla en el mercado internacional más remoto. Francia defiende su tradición mientras media España suspira porque en su casa no se muera y otra media reparte tortas para acabar con algo que nos identifica, que lleva siglos formando parte de nuestra cultura. Francia, con cuatro cosos, sube la fiesta al cielo. En España, con siglos de arte taurino, le intentan dar la puntilla. Olé, olé y olé.