Una de las consecuencias de la crisis que padecemos y de la entidad de nuestro desempleo -ya muy próximo a los cinco millones de personas- es que llevará consigo una imprescindible y profunda transformación de nuestras estructuras educativas. Lo peor es que, quizás, venga impuesta y nuestros administradores la orienten hacia modelos erróneos desde la óptica de la propia rentabilidad social que hipotéticamente se perseguiría.

En países como Estados Unidos se llega tal extremo que hay planteado un interesante debate social sobre si el país padece una burbuja en su sector educativo. El plateamiento de la discusión es interesante, con una alta participación desde estamentos que no están vinculados directamente con el propio sector de la educación (jóvenes profesionales, empresarios del Silicon Valley, etc.). En resumen se cuestiona el gasto y el producto educativo existente actualmente y se ve clara la necesidad de plantear más autoexigencias de eficiencia en los sistemas educativos (escuelas, universidades, centros de investigación...).

Tampoco es ningún secreto que algunas empresas globales, conscientes del potencial de la educación y de la necesidad de incremetar la productividad de los recursos invertidos promueven internacionalmente la necesidad de transformar y mejorar nuestros sistemas educativos. La consultOra McKinsey ha hecho interesantes documentos y sesiones de trabajo con empresas globales en torno a esta cuestión.

Es ya bastante conocido que el desarrollo global sector de la educación en el mundo es superior, por ejemplo, al peso mundial del sector de la alimentación. Pero más allá de su relevancia cuantitativa, lo que preocupa es la importancia decisiva de la educación a la hora de garantizar altas tasas de crecimiento económico, tanto en los países desarrollados como en los emergentes o menos desarrollados. Se percibe de forma indiscutible la educación como un sector estratégico para el crecimiento sostenido de los países.

Desde estos círculos empresariales se vuelve a destacar la escasa productividad y eficiencia de muchos sistemas educativos en diferentes países, poco competitivos de cara a satisfacer necesidades sociales y empresariales. Se subraya sin disimulos la endogamia universitaria, mucho más lejos del tono ya bastante crítico de las voces que a veces también se alzan en el propio ámbito universitaro como autocrítica cada vez más frecuente.

En algunos países europeos y también en los Estados Unidos, desde las empresas se plantea la necesidad de no dar únicamente financiación, sino involucrarse y liderar cambios y mejoras que nuestros sistemas educativos necesitan. Especialmente se cita la necesidad de canalizar las ayudas hacia aquellos aspectos que pueden ayudar a transformar y modernizar el sector de educación en los diferentes países.

Las líneas que frecuentemente se citan me son familiares. Por ejemplo, se menciona que las TICs y la cultura digital de los jóvenes imponen, a juicio de muchas empresas, la necesidad de transformar radicalmente la educación a la luz de estos nuevos desarrollos tecnológicos. Por otra parte se recomienda la imperiosa necesidad de romper compartimentos estancos en las universidades. La necesidad de apoyar proyectos interdisciplinares. Algunos documentos vienen a resaltar una evidencia cada vez más clara en los estudios que se vienen realizando: el éxito de la productividad investigadora está en la interdisciplinariedad. Tendencia opuesta a la que parecen seguir algunas universidades en España en sus planes de estudios o en sus estructuras educativas en general.

Como es de imaginar, un aspecto clave en estos documentos es la necesidad de ajustar la oferta de las universidades a las tendencias laborales. Se citan explícitamente medidas concretas como masters hechos a medida de las empresas, la eliminación de créditos no productivos en los planes de estudios, disminución del coste por estudiante, identificación de las tendencias laborales (se recogen datos que evidencian que en algunos países la oferta y la demanda universitaria están divorciadas)...

Lo que no es menos cierto es que la transformación de la educación es una tarea compleja con componentes políticos y, en el caso de las universidades, con la necesidad de preservar su autonomía universitaria. Los agentes sociales deberían ser prudentes a la hora de plantear o impulsar mejoras que, por otra parte son imprescindibles para la competitividad de las empresas, el crecimiento económico y la generación de empleo. Lo ideal sería que las universidades tomaran el liderazgo de estos cambios. Aunque cada vez hay más escépticos sobre esta posibilidad. Sin embargo, cinco millones de parados no admiten muchas excusas para los que se sienten anclados en la pasividad.