Es difícil referirse a Emilio Varela desligándolo de sus dos grandes amigos, el escultor Daniel Bañuls y el escritor Eduardo Irles. Este trío solía venir de visita varias veces en el verano a la casa de mis padres, Belvedere en la Playa de San Juan, utilizando el Tren de la Marina. De este grupo de destacados intelectuales alicantinos ciertamente neurasténicos, el más animado y menos taciturno era Irles. Cuando venían solía ocurrir que este último subía desde la estación y nos indicaba que sus compañeros habían quedado allí, pues su timidez les impedía subir a la casa. En ocasiones manifestaban que al subir la costereta habían percibido, según Bañuls, la brisa balsámica y vivificante que solían encontrar en diversos parajes de la comarca y los había impulsado a detenerse.

Generalmente mi madre, a la que Varela llamaba Marujita, solía bajar a buscarlos y departían con mis padres conversando durante varias horas, en la terraza frente al mar, hasta que llegaba el tren de regreso a Alicante.

Hablaban de anécdotas, de costumbres alicantinas, de otros amigos, algunos emigrados por causa de la reciente Guerra Civil, etc. Varela, pese a su carácter taciturno, era bastante locuaz en estas ocasiones. Mi hermana Any era muy pequeña y cuando subía de bañarse en la playa le besaba las manitas, alabando el gusto a sal que hacían.

Una tarde mi madre le sugirió que bajase a la playa a bañarse, pues le indicó que esto era sedante para el insomnio pertinaz que Varela padecía. Él lo rehusó en un principio, pero finalmente bajó a la playa provisto de un pijama de mi padre a modo de traje de baño. Regresó al poco rato aún mojado y al parecer contento. Mi madre tuvo más tarde algunos problemas de conciencia al recordar que hacía pocos meses el pintor había protagonizado lo que se consideró un intento de poner fin a su vida en el puerto de Alicante a causa de una intensa depresión anímica.

Muchos testimonios de la vida de Varela se deben a su íntimo amigo, mi tío Manuel Tormo Bernácer, quien prácticamente toda la vida estuvo ligado al pintor, y que por cierto pintó de él un cuadro de gran tamaño que se conserva en Alicante. Ambos daban rutinarios paseos por la Explanada y mi tío siempre procuró evitar que Varela cayese en sus frecuentes depresiones y abandono personal.

Evocando una época anterior, durante la Guerra Civil, se refugió en nuestra casa, en la Playa de San Juan, de los bombardeos aéreos que ocurrían en Alicante. También venía Daniel Bañuls, quien por vivir en Altozano, cerca del campo de aviación de Rabasa, estaba muy expuesto a los ataques aéreos. Varela fue después a vivir a Muchamiel, donde varias veces fuimos a visitarlo con mis padres; vivía en casa del farmacéutico, en las afueras del pueblo. Le pintó un gran retrato que conserva un amigo. También se refugiaron en aquel pueblo los hermanos Bañuls (Daniel y Rafael) y ocasionalmente mi tío Manuel Tormo, inseparable de Varela.

En una época posterior, terminada la guerra, recuerdo a Varela en casa de mi abuelo, José Guardiola, en Belvedere con Daniel Bañuls y una amiga de ambos observando escépticamente un cuadro que ésta última atribuía a Pablo Picasso y que recientemente había comprado.

Más adelante, hacia 1945, recuerdo una exposición de varios de sus cuadros en nuestra casa, en Madrid, organizada por mis padres, tratando de ayudar a Varela. Éste envió una serie de cuadros y mi madre hizo venir a muchos de los amigos de la familia. Se vendieron algunos, aunque la época de gran escasez no era nada propicia para la venta de obras de arte. Poco después, el tío Varela, como le llamábamos nosotros, nos escribió a mis hermanos y a mí y nos decía que estaba pintando un cuadro de Guadalest, con figuritas de Belén para obsequiárnoslo. En sus cartas posteriores dibujaba en el sobre algunas escenas del cuadro, que finalmente nos envió y pienso que fue probablemente el último de los varios que él pintó sobre Guadalest. Conservo una de las cartas, con sus dibujos alegóricos.

Lo último que recuerdo lo contó mi tío Manuel Tormo. Según parece la salud de Daniel Bañuls era muy precaria, pese a su juventud. Tenía hábitos alimenticios vegetarianos exagerados y rehusaba la medicina tradicional y los cuidados médicos. Adquirió una infección a raíz de inyecciones con jeringuillas mal esterilizadas. Fue languideciendo y su gravedad era ocultada a su amigo Varela, quien estaba muy mal de salud física y mental. Finalmente murió el escultor a los 42 años y dio la triste casualidad de que el cortejo fúnebre pasó cerca de donde se encontraba Varela, quien al descubrir a varios amigos comunes, entre ellos Eduardo Irles, inquirió de quien se trataba el entierro. Al averiguar la realidad de la situación, entró en una profunda depresión de la que nunca logró recuperarse.

Abandonó completamente su actividad y su cuerpo encerrándose en un mutismo casi absoluto hasta su muerte. El insigne pintor, que tuvo una vida tan fecunda en su arte, sin gozar en su tiempo del reconocimiento que merecía, falleció tres años después que su gran amigo. Le sobrevivieron sus compañeros Tormo e Irles, quienes mantuvieron por algunos años sus entrañables visitas veraniegas a Belvedere.