L a primera vez que visité el Museo Británico fue, además, mi primer viaje a Londres. Iba invitado por el British Council en un intercambio en el que los ingleses deseaban traer actividades al País Valenciano y un servidor se interesaba por el sistema de bibliotecas públicas de la Gran Bretaña. En la capital del Támesis no podía dejar de visitar, entre otros grandes contenedores culturales, el British Museum. El primer museo público del mundo, que, debido a la donación de más de 80.000 objetos artísticos hecha al gobierno por sir Hans Sloane, necesitó bien pronto, allá por 1820, una ampliación para poder albergar los más de cuatro millones de objetos que se exponen actualmente al visitante.

Recuerdo que me interesaban, especialmente, tres grandes objetivos que conocía por haberlos visto mil veces reproducidos en las fotografías de centenares de libros: la Piedra de Roseta, las esculturas de Fidias y los relieves asirios. Es evidente que en el célebre museo habían muchas más cosas objeto de mi interés pero ya estaba acostumbrado a no tratar de verlo todo en una única visita, manera esta de no enterarme demasiado de nada.

La piedra de Roseta, descubierta casualmente por unos soldados napoleónicos mientras trataban de defenderse del ataque de los ingleses allá por 1799, fue uno de esos hallazgos que marcan el devenir de la humanidad. La piedra de granito, negra como el tizón y con un peso superior a los quinientos kilos, tenía grabada en una de sus caras tres escrituras diferentes: jeroglífica, demótica y griega. Bien pronto se percataron los invasores del país del Nilo, franceses e ingleses, que allí estaba la clave para descifrar la historia de la civilización de los faraones ya que el texto parecía ser el mismo (un decreto de Ptolomeo V); pero escrito en tres lenguas que todavía se utilizaban en el Egipto de hace más de dos mil años. Se enfrentaron ingleses y franceses por la posesión de la estela negra conscientes de su importancia pero, finalmente, los generales Saint-Hilaire y Hutchinson llegaron a un acuerdo entre caballeros: la piedra se iría a Gran Bretaña pero los franceses podrían quedarse con copias en papel que obtendrían de entintar la losa. Al poco tiempo, se inició una carrera contra reloj para ver qué país descifraría primero la escritura jeroglífica. Y, a pesar de que no trabajaba con el original, fue un francés, Champollion, quien primero lo consiguió al equiparar los jeroglíficos egipcios, intraducibles hasta entonces, por las letras mayúsculas en griego, perfectamente reconocibles. A partir de ahí, la historia del antiguo Egipto se nos abrió como un abanico.

Mi segundo objetivo en aquella visita eran los frisos del Partenón de Fidias, uno de los más grandes escultores de la antigüedad. Fidias, entre otras obras, esculpió la escultura de la diosa Atenea para el nuevo templo del Partenón en la Acrópolis ateniense de hace 2.500 años. Desgraciadamente, esta maravilla que conocemos tan sólo por las crónicas, desapareció, probablemente cuando en 1687 los turcos utilizaron el templo griego como depósito de munición y una bomba lanzada por los sitiadores venecianos destruyó gran parte de aquella edificación que era el orgullo de la ciudad de Pericles. Pero Fidias también intervino en las miles de pequeñas esculturas que salpicaban sus frisos y frontones. Muchas quedaron destruidas en el bombardeo fatídico y en una incuria que duró dos mil quinientos años, pero otras permanecieron incólumes. Hasta que apareció en Atenas, por aquel tiempo en poder del imperio otomano, el embajador británico Thomas Bruce, más conocido como lord Elgin. Durante su mandato, entre 1799 y 1803, compró, desmontó y trasladó al Reino Unido un buen número de bajorrelieves de Fidias, entre los que destacan, para gozo de los visitantes al British Museum y lamento de los atenienses, que reclaman en vano su devolución a Grecia, el grupo de las tres Parcas y los fragmentos de la Procesión de las Panateneas, el festival religioso más importante en aquella capital de Pericles. Debo añadir que si bien un poeta inglés, Keats, y un escritor alemán, Goethe, saludaron la llegada a Londres de las obras de Fidias como el principio de una nueva era para el arte clásico, otro poeta británico, Byron, arremetía desde su «Childe Harold» contra Elgin y sus desmanes.

El tercero de mis objetivos en el British era, ni más ni menos, contemplar los increíbles relieves del antiguo imperio asirio, especialmente los de guerra y caza, llevados a Londres por el arqueólogo y político sir Austen Henry Layard, quien, como hiciera Schliemann, descubridor de Troya, retratara a su esposa con las joyas asirias que encontró en aquellos territorios. Los relieves, con una antigüedad de casi tres mil años, eran paneles de piedra que recubrían las paredes de los increíbles palacios de Nimrud, Nínive y Assur, de donde tomaron el nombre de Asiria, ciudades que gobernaron durante 300 años un reino que se extendía, desde el Mediterráneo al Golfo Pérsico y desde Irak hasta Egipto.

Hoy en día, al menos de momento, para contemplar la Piedra de Roseta o los frisos de Fidias, necesariamente hay que viajar a Londres. Pero si queremos contemplar los relieves de Assurnasirpal, podemos hacerlo tan ricamente en Alicante ya que el British ha traído temporalmente hasta el MARQ sus magníficos tesoros asirios. Una gozada.

Emilio Soler es profesor de Historia Moderna de la Universidad de Alicante