Esta ha sido una semana de las que crean afición a la política. Ha bastado que regrese la acción política para salir del aburrimiento y para que se genere la esperanza. Que Zapatero haya conseguido asegurar una -relativa- estabilidad parlamentaria, aprobar el proyecto de los PGE y hacer el cambio de Gobierno más potente desde que lo preside, nos recuerda que a este hombre podemos criticarle, pero no menospreciarle. Eso le duele al PP, aupado al egoísmo del silencio, refugiado en argumentar la nada antes que arriesgarse a cometer errores. También debería recordarnos que si la crisis es esencialmente económica, su superación sólo podrá ser esencialmente política. La política no es el problema, es la solución.

Estoy en contra del proyecto de PGE. Por lo que he escuchado, coincido con los portavoces de IC-IU y ERC: no creo que ayuden a una salida de la crisis que cree empleo y sea solidaria. Inscritos en la lógica de lo inevitable, es el fruto de la deriva que ha ido hundiendo al PSOE. Y, sin embargo, como ciudadano, me alegro de su toma en consideración, aunque no confío en que se acepten enmiendas que lo mejoren. La alternativa real no son las buenas intenciones de los partidos minoritarios de izquierda sino la celebración de elecciones anticipadas. Como el previsible resultado de éstas abriría el camino a un ultraliberalismo más acentuado y la inestabilidad no ayuda a superar la crisis, estamos ante el mal menor.

Por eso me parece positivo el acuerdo alcanzado con CC y PNV. Hasta donde sé, en él no ha habido cesiones que alteren la arquitectura de los equilibrios territoriales constitucionales y es cínica la opinión que niega que en la elaboración de los PGE no hay siempre tensiones interterritoriales, siquiera sea a través de las presiones internas en el seno de los grandes partidos. PNV y CC han sido fieles a sus electores y, como todos, a sus intereses, dando una lección de flexibilidad táctica que para sí quisieran otros: CC ha conseguido romper con el PP, lo que le permitirá acudir a las elecciones canarias con más libertad; el PNV pone en un brete al lehendakari -¿qué impedía a Patxi López pedir lo mismo que ahora consigue el PNV?-. Sólo desde la posición ideológica de negar pan y sal a los nacionalismos periféricos se puede olvidar que estos partidos han asegurado la gobernabilidad en muchos momentos de la democracia. ¿O es que el PP hubiera estado dispuesto a dar una lección de responsabilidad absteniéndose en la votación de los PGE, aunque hubiera conseguido ver aprobadas algunas propuestas?

Del cambio de Gobierno se han dicho muchas cosas, posiblemente porque en sus circunstancias han cristalizado tantos factores que las lecturas pueden y deben ser múltiples. Es posible ver en su desarrollo y resultado la conciencia de debilidad que exige nuevo impulso, la utilización de la institución para solventar problemas domésticos, la necesidad de hacer gestos a un electorado desorientado -la izquierda queda hacia el este- y hasta descubrir que el PSOE cree que la huelga general no fue un fracaso. Todo parece indicar que la acogida ha sido buena, salvo en los que vencidos por la ansiedad de alcanzar pronto una victoria. Pero, a partir de ahí, aparecen algunas dudas y preguntas.

Lo que más se ha repetido es que hay un positivo cambio de imagen. Cierto. Pero, pasado el efecto inicial, ¿imagen de qué? Me sentiría más tranquilo si al anuncio de nuevo equipo le siguiera el aviso de nuevas iniciativas políticas. Sigo pensando que las buenas políticas -y las malas-, las que llegan a la ciudadanía, se explican por sí mismas, aunque nunca viene mal que quien las cuente sea hábil y creíble. Porque lo importante es entender que hay que superar la pasividad mostrada, esa congelación de los activos políticos, hipnotizados ante la mirada de los mercados. Mucho y bueno puede hacerse, mucha reforma es posible sin que se incremente el gasto o poniendo el énfasis en otras fuentes de ingresos o extendiendo la austeridad o activando nuevas medidas contra la corrupción, el fraude o la economía sumergida. Muchas medidas para que los electores no nos sintamos castigados sin culpa. Si pasadas las semanas lo que vemos son las mismas políticas en otras bocas, nada se habrá ganado y más se habrá perdido. Y me parece muy bien que accedan al Gobierno auténticos profesionales: personas con experiencia acreditada en tiempos de triunfo y de adversidad y que han atravesado muchas líneas de fuego en su ascenso, sin ser el producto afortunado del oportunismo. Pero eso, por si sólo, no es garantía de nada: ahí está Chaves, perdido y oscuro, para recordarlo.

Sea como sea, la lección debería ser que este impulso necesitará perpetuarse, porque es paradójico que, tras glosar las virtudes del nuevo Ejecutivo, se insista tanto en que se está a tiempo de invertir las tendencias en las encuestas porque la crisis irá concluyendo en los primeros meses. Aparte de que no es creíble, la historia muestra que en estos casos lo más importante en el medio plazo no son los indicadores macroeconómicos, sino la sensación de cambio en el ciclo. Y esa sensación no llegará si no es construida políticamente. Eso requiere una reducción drástica en los niveles de paro y que cuando el ciudadano perciba que ha acabado el ciclo tenga esperanza que el nuevo será mejor. Nada, hoy por hoy, apunta en esa línea. Lo peor es que para la encuesta más importante no falta mucho: serán las elecciones municipales y autonómicas. En ellas no sólo influye la voluntad de Zapatero y, me temo, en el argumentarlo autoexculpatorio de mucho dirigente socialista, para la noche electoral, ya está escrito con mayúsculas que la derrota se deberá a la factura que se pasa al PSOE nacional.

Santo y bueno, pues, lo acontecido esta semana. Pero Zapatero se ha quedado sin fondo de armario y ha usado su penúltimo cartucho. Como la dinámica no se altere notablemente sólo le quedará otro: presentarse como candidato. Para no dejar a su sucesor el amargo legado de la derrota.