En vacaciones se filosofa mejor. Más aún, quizás es el único tiempo en que se filosofa. El resto del año se trabaja. Sin embargo, es necesario filosofar. Y útil. El calendario laboral debería incluir días de filosofar. Pues bien, a ese negocio útil y poco explorado del filosofeo nos entregamos un día de agosto en el ya clásico templo de Julián Méndez en Salvador Artesano donde todavía goza de derecho de asilo la palabra. La mesa quedó de lo más aparente. Una treintena de comensales, cada uno de los cuales era capaz de engullir tantos silogismos como calorías. Había mucha sabiduría y talento allí sentados. Podría decirse sin temor a parecer pretencioso que buena parte de la intelligentsia ilicitana acudió a la llamada de un arroz con conejo estival. Con aquella nómina de comensales todos fuimos inmediatamente conscientes de que sería imperdonable dejar pasar la oportunidad de arreglar el mundo.

Y a esa tarea se aprestó la mesa. Actuó de ponente principal el gran Luis Albentosa, que no en vano la crisis que nos aplasta hasta el hastío ocupa el lugar preeminente en nuestras preocupaciones. La tesis de Albentosa, que dirigiera la macro española desde el primer Solchaga al primer Montoro, era pesimista hasta lo que denominó la caída de San Pablo de Zapatero que supone un rayo de esperanza al convertirse a los postulados de la ortodoxia financiera y la austeridad de las cuentas públicas. El slogan definitorio fue "me cueste lo que me cueste" y la receta clásica el control del déficit y las reformas estructurales, básicamente el mercado laboral, la educación y la reforma financiera. Ésta última la consideró ya en camino de solución con el proceso de concentración de las cajas de ahorro y los exitosos tests de estrés, opinión que concitó el más amplio consenso hasta el punto que alguien sugirió que la cosa iba tan rápida que la normalidad financiera podría ser una realidad incluso antes de que Modesto Crespo sea nombrado presidente del Banco Mundial. La reforma laboral mereció un juicio tibio que, no obstante, fue defendida por el secretario general del FOGASA, que acudió a la cumbre filosofera por estar de vacaciones en estos contornos, contra la opinión de Rafael Pumar que la calificó de fiasco inútil y Manolo Moreno que consideró una irreparable contrariedad que no aborde la muy cómoda posición de los trabajadores de la Administración. Con la educación, sin embargo, el dictamen de Albentosa fue demoledor: la capacidad de un aparato productivo de desarrollarse equivale a la capacidad de los recursos humanos que lo gestionan, esos recursos humanos se forman en las universidades y éstas tienen en España un nivel lamentable. Puso el contrapunto Carmelo Lozano que, con su cátedra de Fiscal a cuestas, opuso con todo rigor el modelo intervencionista. Argumentó que de la crisis se sale de diversas formas, que todo es cuestión de voluntad política y aquí el Gobierno ha optado por una vía de desmantelamiento del sector público y por competir en la enloquecida carrera por bajar los impuestos, con lo que el estado se ha desarmado unilateralmente y ha quedado sin herramientas para actuar. Vicente Verdú tuvo una intervención vehemente. Aportó una vía distinta a la económica en el análisis, casi weberiana, propia del espíritu de librepensador que tan bien encarna. Según él, es el apego desmedido por obtener el premio del éxito antes del esfuerzo por conseguirlo lo que ha originado la catástrofe. Bramó contra la producción política del país y sus protagonistas, contra la economía y fue cáustico con el aparato educativo. A tono con su intervención el cielo empezó a tronar y contribuyó con una muy adecuada escenografía de relámpagos y aguaceros. Pepe Ruiz, a pesar de dirigir la UNED, hizo oídos sordos al tute educativo y apeló a Ortega para sugerir pegarse más a Europa en la salida de la crisis. Gómez Gras mostró su fidelidad al más puro liberalismo y reivindicó el papel de la iniciativa individual pero no dejó de lado su posición en la UMH y ofreció la experiencia de la Universidad de Elche para desmentir los ataques a la pedagogía patria aliviando, así, a los estupefactos Emilio Cano y Paco Borja que ya andaban preguntándose qué habían hecho desde el Consejo Social para merecer esto. Miguel Ors se sumó a la defensa universitaria desde el lado de una nueva generación de alumnos que mueven a toda esperanza. Igualmente hizo Carlos Gómez, de la Universidad de Alicante, que defendió con datos de rankings internacionales la valía de la universidad española. Narcís Vázquez malició que el problema no es cómo se enseña, sino qué se enseña.

Nadie defendió al Gobierno. Peor aún, nadie mencionó a la oposición. Allí se habló de cosas serias. Y siempre con un alto nivel de abstracción. La abstracción es un signo de distinción, concretar es de albañiles.

El mundo se salvó por los pelos de ser salvado. Se libró como un ninot indultado en unas hogueras decaladas a la tórrida ponzoña de la dialéctica agosteña. Qué haríamos, si no, el próximo verano.

Fue un 19 de agosto. Por la noche los telediarios informaron de que en Elche se había desatado una tormenta rabiosa y feroz.