La película London River (Rachid Bouchareb, 2009) podría ser un documental sobre la forma en que la tragedia puede actuar como un catalizador de encuentros entre dos mundos diferentes y socialmente enfrentados. El filme del director argelino (Little Senegal, 2001; Days of Glory, 2006), narra la búsqueda de Elisabeth (Brenda Blethyn), una mujer británica, y de Ousmane (Sotigui Kouyaté), un hombre de origen senegalés que reside en Francia, para encontrar a sus hijos desaparecidos tras los atentados de Londres de 2005. Aunque aparentemente inconexos, pronto ambos descubrirán que Jane y Alí compartían una relación sentimental, y Elisabeth y Ousmane comienzan a unir sus esfuerzos para emprender caminos paralelos a la búsqueda de sus seres más queridos. Paradójicamente, ambos se dan cuenta de que sólo empiezan a conocer a sus hijos a partir de su desaparición; Ousmane, no ha visto a Alí desde los cinco años, momento en que dejó a su familia en Senegal para buscar trabajo en Francia, y Elisabeth desconoce por completo que su hija estudia árabe y convive con un chico africano afincado en Londres. El desconocimiento de sus hijos actúa como macrosímbolo del profundo desconocimiento del otro, de la necesidad acuciante de comenzar a descubrirse.

Esta ciudad filmada por Bouchareb, es casi el testimonio visual, el documento de una Londres nueva; personajes de distintas culturas invaden la pantalla para mostrar la deconstrucción de una Europa cuyos signos distintivos se desdibujan, albergando espacios y orígenes múltiples, ejemplificados en el barrio de inmigrantes en donde vive Jane, la hija de Elisabeth, encima de una carnicería hallal. Incluso el piso donde convivió la pareja responde a una nueva ciudadanía que abraza la diferencia y la integra en su cultura; allí, entre una bandera británica y discos de rock, aparece una kora senegalesa y una copia del Corán. Lo mejor de esta historia es la verosimilitud con que se encarnan ambos personajes, y el realismo con que se desenvuelve el acercamiento entre una Elisabeth reticente a aceptar lo diferente, sospechosa de un Islam que se retrata como sinónimo de radicalismo y barbarie, y el miedo estoico de Ousmane, a que su hijo Alí, un extraño para él, haya sido uno de los responsables del atentado.

La película empieza con un detalle que actúa como un presagio anticlimático que augura una posterior tragedia: en su isla, Elisabeth le habla a la tumba de su marido (un caído en la guerra de Malvinas, otro conflicto geopolítico pagado por ciudadanos comunes) y Ousmane reza frente a los olmos que pronto serán cortados y que él intenta proteger sin éxito. Ambos refuerzan en estas dos escenas intercaladas y casi simétricas, el resultado real de los conflictos macropolíticos, distantes y ajenos en medio del dolor de los que padecen sus consecuencias.

London River no es sólo una película, es un argumento responsable y singular sobre la naturaleza idéntica de las personas ante lo que verdaderamente importa. Es una bofetada al proyecto multicultural que se desmorona desde los atentados de EE UU y Europa. Parecería que su director quiso ver en el río Támesis, el London river, una metáfora divisoria que tan sólo puede ser sorteada a partir de un puente, que en este caso, construyen dos personas no sólo unidas por la pérdida, sino igualmente por la superación de unas barreras culturales.

No se trata de una película sensible, no está hecha por una buena causa; es dura, y real como la vida misma, un paseo de obligado cumplimiento para mirar a los ojos la realidad violenta que nos rodea. Te llega a las entrañas y no te deja soñar. Te obliga a pisar el firme por mucho que queme. Sólo queda el regusto amargo de la historia de amor que arrebató la vida de Jane y Alí. London River demuestra sin estridencias y con una artesanía tan honesta como desgarradora, que cuando se ama y se llora, no se nota el acento.

¥Firma también este artículo Dulcinea Tomás Cámara, de la Universidad de Alicante