El poema Los justos, particular Sermón de la Montaña de Borges, establece una nómina de los bienaventurados: el que cultiva su jardín, el que acaricia a un animal dormido, dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez... Nada que ver con los gritos, exultaciones y banderas de estos días en que escribo. En Pamplona, las televisiones muestran imágenes de gentes de todo el mundo reviviendo la mítica de Hemingway, entre la sangre y la sangría. Cientos de miles de personas se manifiestan en Barcelona porque se sienten vejados por una sentencia del Tribunal Constitucional. Los comentaristas deportivos llaman España a la selección masculina de jugadores profesionales de fútbol, y los comentaristas políticos los ponen de ejemplo a nuestros mandatarios. Las imágenes de hinchas futboleros voceando a la cámara mientras cantan con furor báquico el "soy español, español..." me hacen recordar a un paisano de Borges, aunque menos ginebrino que él, el deificado Maradona, con los ojos desorbitados gritando un gol del que parecía depender el curso de la historia. España siempre tronó de grandeza, incluso cuando se la comían los piojos; no sé si era eso a lo que se refirió Nietzsche cuando, ya muy enfermo, irrumpió en la conversación ajena para decir que España ha pretendido demasiado; así se lo contó la hermana del filósofo al joven institucionista Fernando de los Ríos. Y eso que a los españoles nos han inoculado desde antiguo la fórmula del nequid nimis, nada en exceso, que pueden compartir epicúreos y estoicos.

Pero el fútbol, los sanfermines o el Estatut han echado a perder esa vocación por la medida. No abogo aquí por el héroe de Carlyle, enhiesto en su entereza ante la asfixia ambiental; ni por el solitario egregio de Cernuda: aunque a veces me conmuevo ante el dolorido sevillano, otras no puedo sino sentirme parte de la humanidad que él deseaba que tuviera una sola cabeza, para cortársela de un tajo. Me limito a recabar la placidez del jardín epicúreo, y el trato con personas que no dan voces. Aunque escasean, sí; ya afirmaba Jean Arp que el hombre moderno encuentra la placidez en las bocinas y los aullidos, los gritos, los truenos, los crujidos, los chirridos, los mujidos.

Y yo aquí, impertérrito, corrigiendo exámenes (de septiembre) en julio, por un capricho del calendario académico que algunos atribuyen a Bolonia y otros a las ruidosas hogueras de San Juan. Así que las vacaciones se comprimen, lo cual me compunge bastante, pues, diga lo que quiera Gracián sobre la bondad de lo breve, lo cierto es que lo breve, si breve, dos veces breve. Al menos, esta vez sí, he visto ganar a la selección de fútbol la copa del mundo. El fútbol, con sus estrategias y sus héroes, es un sucedáneo de la guerra, pero sin muertos. También el ajedrez, aunque este también sin ruido. Y una ventaja más: el ajedrez desarrolla la inteligencia necesaria... para jugar al ajedrez. Al menos, eso decía Unamuno.