La felicidad está muy sobrevalorada pero, puestos a ejercerla en dosis no tóxicas y en los paréntesis de nuestra vocación apocalíptica, habrá que ponerse de acuerdo en su definición. La inflación de bienestar nos impide saborearlo o distinguirlo de la tortura, con los viajes en avión como símbolo de esa dualidad. En cambio, la satisfacción que he sentido al enfundarme correctamente la camiseta a la primera me obliga a investigar la alegría ínfima, el átomo de felicidad sobre el que podríamos construir una sensación razonable de armonía con el universo.

Las grandes alegrías siempre acaban mal, porque exigen una concatenación de innumerables factores. La perspectiva de una semana en el Caribe junto a la persona amada se desploma por una bronca inesperada o una huelga de controladores, la infelicidad es más difícil de sobrellevar en el paraíso. Una relación sexual venturosa requiere una sincronización corporal elaborada, por lo que al menos uno de los mamíferos involucrados queda forzosamente descontento. En cambio, una racha de semáforos en verde nos coloca al borde del júbilo y justifica nuestra existencia por unos segundos.

El átomo de felicidad es la lata de refresco que cae de la máquina expendedora sin atascarse, o los amenazantes nubarrones que se retiran de la playa en cuanto extendemos la toalla.

Captar estas partículas elementales es más importante que devanarse los sesos con el amor y demás majaderías de doble filo. Parafraseando la tesis sobre la riqueza del matemático Daniel Bernouilli, el bienestar resultante al conseguir un átomo de felicidad es inversamente proporcional a la felicidad acumulada hasta ese momento. De ahí la insatisfacción permanente de los magnates y de los profesionales de la dicha. Quienes rebosan prosperidad no saben apreciarla. Su obesidad espiritual estorba la fruición de una experiencia que requiere ligereza de equipaje anímico. Sólo una persona triste aprecia en plenitud la leve alteración de los ritmos biológicos que constituye la felicidad en estado puro.