El sábado pasado lo advertíamos y este sábado lo confirmamos: España es la mejor selección de fútbol del mundo y el lechero nunca llama dos veces. En el país de Zapatero, ni tan siquiera una, a menos que te ajunte el presidente o seas amigo gótico de cualquiera de sus sacristanes y sacristanas. Será porque ya no quedan lecheros a los que saludar en las madrugadas del miedo. Lo comprobamos la semana pasada en Alicante con motivo de la insólita y desproporcionada actuación del Ministerio del Interior en el caso "Brugal". Y lo más obsceno del asunto, lo más indigno, es el regocijo que le ha producido a la guache divine, a la progresía diletante y a los nuevos torquemadas de la ortodoxia, el que se cercenen innecesariamente los derechos ciudadanosÉ siempre que los afectados sean enemigos, naturellement, porque si se tratara de los derechos de familiares propios o amigos, de los derechos de algún terrorista reconvertido en hombre de paz, actuaciones de ese tipo constituirían un abuso intolerable de la policía y los jueces, una falta de sensibilidad y respeto a la presunción de inocencia y los derechos humanos. Cuando se trata de "sus" familiares o "sus" amigos, las pruebas policiales son siempre un montaje y la actuación de los tribunales basada en dichas pruebas, injusta y caprichosa (¿hará falta recordarles a ciertos izquierdistas de salón, a ciertos post-modernos con canas, a ciertos trasnochados de la tricolor, lo que dijeron cuando el asunto judicial y policial afectó a sus familiares y amigos?). ¡Qué falta de memoria recientemente histórica, qué sectarismo, qué vergüenza!

Pero éste no pretende ser el tema que me lleva hoy a intimar epistolarmente con ustedes dos, ni mucho menos. Hoy prefiero hablarles de la selección española de fútbol (gusto más llamarla así que pronunciar constantemente La Roja, oportuno y salvador eufemismo que ha permitido a muchos no decir española o España por si les salía herpes labial); hoy prefiero hablarles del éxito de unos jugadores nacidos en todas las comunidades españolas y unidos por el deporte, la sencillez, el espíritu de sacrificio, la superación, la amistad y el orgullo de sentirse un grupo hermanado en torno a su selección y su camiseta; hoy prefiero hablarles de la naturalidad y pasión con la que defendieron los sentimientos de todos los españoles sin distinguir ideologías políticas, credos, reductos territoriales y exclusiones en función del idioma o el fanatismo nacionalista de confrontación; hoy prefiero hablarles con el mismo lenguaje que ellos han empleado para dirigirse a todos los españoles, en especial a los más jóvenes, sin revanchismos, sin las eternas y cainitas dos españas que todavía quieren imponernos algunos iluminados del rencor y la prehistoria; hoy prefiero hablarles, en fin, de los millones de españoles que salieron espontáneamente a la calle para saludar a una selección, la española, vestidos con su bandera, con la bandera de todos, con el emblema que les permite identificar sus señas de identidad común sin sentir vergüenza ni complejos.

De ahí que no me extrañara lo más mínimo no ver en esas celebraciones -ni antes ni después del triunfo de la selección- a ninguno de los conspicuos y solemnes miembros de "La Ceja" y sus palmeros; de ahí que no me extrañara lo más mínimo no haberlos escuchado alegrarse del triunfo, vestidos con la camiseta de la selección, tanto que gustan adornarse con pancartas y símbolos ajenos (en realidad, les importa un bledo lo que ocurra con la selección española de fútbol, no así la buena marcha de la democracia cubana o venezolana, de la que siempre están tan atentos, sobre todo ahora, cuando Fidel saca de la cárcel a sus presos políticos y los deporta miserablemente, como buen demócrata, al exilio de los sin patria), ninguna de sus pancartas, de sus banderas republicanas, de sus boinas Ché Guevara con las que siempre asisten a las manifestaciones, de sus escritos "los abajofirmantes", de sus rostros avinagrados -cara de acelga, lo llaman algunos-, de sus foscas expresiones de constante reproche contra la laxitud ciudadana al abandonar la sagrada ortodoxia de la que son fieles custodios, ninguno de sus manifiestos unidireccionales para que salvemos el alma terrenal merced al cumplimiento de su doctrina, ninguno de sus admonitorios envites dirigidos a la sociedad por no seguir ciegamente las consignas que venden, ninguna de sus soflamas políticamente correctas. ¡Qué alivio, my God!

El campeonato mundial de fútbol acaba de darnos una sencilla lección de cómo sí es posible no sentir vergüenza ni complejos por tu bandera, usarla con orgullo, sin miedo al qué dirán, sin exclusivismos ni provocaciones, como algo que une y enriquece, que no excluye a nadie, que permite la concurrencia de otros símbolos sin que por ello debamos renunciar a la bandera española. Algunos políticos, a la vista de los millones de españoles -especialmente jóvenes y jóvenas- que han manifestado su alegría adornados con la bandera española, habrán fruncido contrariados la ceja, la misma ceja que, absorta en sus trascendentales preocupaciones, aún no ha tenido tiempo de saludar a la selección española de fútbol, nuestra selección, la de todos.