La esperada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el polémico Estatuto catalán ha provocado, como era de esperar, una cascada de irresponsables declaraciones por parte de muchos de nuestros representantes políticos, que sólo sirve para confundir más aún a los ciudadanos, generando en ellos una nueva frustración y, lo que es peor, una progresiva desazón sobre el futuro. Se ha dicho, entre otras barbaridades, que España amenaza a Cataluña -como si Cataluña no fuera parte de España-; que el TC no puede desautorizar lo que el pueblo catalán y las propias Cortes Generales han aprobado y que, por ese camino, para ellos antidemocrático, se pone en riesgo la propia estabilidad de la estructura del Estado. Lo más grave es que semejante discurso no sólo proviene de los políticos ultranacionalistas, cuya existencia radica en el victimismo -todos los males vienen de fuera, al estilo del más puro franquismo cuando manifestaba que todos los males de España venían de Europa-, sino también de aquellos que, para mantenerse en las poltronas, les avalan por acción u omisión.

Lo que no se ha dicho es que el TC, como parte integrante de las reglas del juego democrático que conforman nuestra Constitución -elaborada y aprobada en referéndum con una amplia mayoría por todos los españoles, también los catalanes-, es el único tribunal que, precisamente, debe y tiene que decidir sobre tales asuntos cuando alguien, ejerciendo su derecho de plantear un recurso de inconstitucionalidad, estima que una determinada ley aprobada en las Cortes Generales o en cualquier otra instancia puede tener elementos que no se ajustan a lo establecido en la Constitución. No defender esto con total claridad y contundencia es saltarse las reglas del juego, es decir, hacer trampas para, antidemocráticamente, conseguir los objetivos que la democracia no contempla, lo que sólo cabe en la mente de los tramposos, quienes saben que, para lograrlos de forma democrática, necesitan plantear previamente un cambio de las reglas del juego, es decir, una reforma constitucional. Lo lamentable es que, desaparecido el recurso previo de constitucionalidad, una ley inconstitucional haya estado vigente varios años, creando un grave conflicto político, provocado por el empeño de politizar al propio TC para obtener una sentencia favorable a unos u otros, quienes precisamente debieran haber favorecido una rápida sentencia para aclarar lo antes posible semejante desaguisado. Otra irresponsabilidad más.

El problema es que la organización territorial del Estado, recogida en el Título VIII de la Constitución, que vulgarmente se conoce como el Estado de las Autonomías, ya no puede dar más de sí. La pretendida descentralización política y administrativa para superar el anterior Estado centralista, está más que saturada, al extremo de que hay CC AA que tienen más competencias que algunos territorios organizados como estados federales. Ya no caben más recursos al victimismo o al legítimo deseo de sacudirse la opresión centralista de épocas pasadas; sólo cabe, si no se está de acuerdo con lo que hay establecido, plantear abiertamente una modificación constitucional en el sentido de organizar territorialmente el Estado español de otra forma o, sencillamente, plantear el independentismo desde algún que otro territorio. Aspiraciones legítimas, pero con un ínfimo apoyo democrático por lo que ningún partido político con vocación mayoritaria se atreve a plantear honestamente, aunque si se preste a este juego tramposo con el único objetivo de que le sean prestados un puñado de escaños para poder seguir gobernando. Un peligroso juego que, a lo largo de los años, ha desembocado en la preocupante realidad actual, consecuencia de un proceso en el que la voracidad competencial inagotable de las élites políticas territoriales, que no de los pueblos a los que representan, ha conseguido cambiar el anterior Estado centralista por diecisiete centralistas estados que ejercen su dominio y control desde sus respectivas capitales al igual que el anterior Estado lo hacía desde Madrid. Un verdadero monstruo con diecisiete cabezas capaz de devorarnos a todos, insaciable en el gasto de los recursos públicos sin que ello se corresponda con una mejora de los servicios que ha de prestar a sus respectivos conciudadanos.

Sólo un debate serio, con luz y taquígrafos, sobre la actual organización territorial del Estado puede sacarnos del laberinto en el que estamos metidos. Un debate con todas las consecuencias, capaz de desenmascarar todo lo prescindible de la actual situación en beneficio de una mayor eficacia en la gestión de los servicios públicos para todos los españoles, que es lo que realmente importa. Un debate que, garantizando las diferencias reales de los diversos pueblos que conforman la vieja España, desemboque en un claro proyecto de convivencia común en beneficio de todos y cada uno de ellos; no de unos contra otros como algunos pretenden. Un debate sin tramposos en el que todos asuman el respeto a las reglas de juego que nos hemos dado nosotros mismos.