Al atardecer aún flotaba la calima, aunque al llegar a la vega, al corazón verde de las choperas, algo parecido al aire fresco se percibía en el aire. La tarde del domingo no quise perder la costumbre, y con mi madre, tranquilos, nos echamos al campo. Había algo distinto. Ni un coche, ni una moto, ni un nene con su bicicleta por los caminos. Apenas se oía nada más allá del ladrido de algún perro, del suave rumor de las hojas al moverse. El campo está hermoso, exuberante después de un invierno generoso en lluvia, y como siempre hacemos, precavidos, llevamos una bolsa de plástico porque siempre hay frutas que robar. En nuestro paseo hasta el arroyo, cada vez más enclenque, hay manzanos, higueras, perales, ciruelos, y ya alfombran la tierra con sus ristras enormes las sandías y melones, que salpican con sus cabecillas los sembrados.

El pueblo, a lo lejos, permanecía en un silencio cargado de mensajes. ¿Qué ocurría con La Roja? De vuelta del paseo, anocheciendo, aún no se había oído ni un cohete, ni una trompeta de esas que te hacen saltar los tímpanos, ni un claxon, ni una voz. Malo. Al llegar a la altura de las primeras casas, un vecino que tomaba el fresco en su terraza nos dio el parte, cero a cero. Lo demás, ya lo saben. El glorioso gol de Andrés Iniesta, el paroxismo de un país en trance, las calles vibrantes de un orgullo colectivo, las bellas lágrimas de Íker Casillas, el beso a su chica, Sara Carbonero, que no pudo seguir con la entrevista, las declaraciones envaradas de doña Sofía, las desatadas de Letizia, la gloria histórica de ser la mejor selección de fútbol del mundo. En un día así, aunque no estés ante la pantalla, es imposible no enterarte de nada. Ah, las brevas, riquísimas.