Olvídense de banderas, de vuvuzelas, de cánticos, del hipnótico bamboleo de las caderas de Shakira y de derivas nacionalistas (sobre todo de las derivas nacionalistas). No se equivoquen, la patria del fútbol es la infancia. No hay ningún otro deporte que nos transporte a ese territorio mágico e inviolable, domingo a domingo, partido a partido, en la edad en la que se forjan la militancia y la enfermedad deviene incurable. Así, con la inocencia y el temor de los niños, reflejada en la magnética sonrisa de Madiba Mandela antes de la final, contemplamos todos la maravillosa victoria de anoche. Desde los supervivientes del cuarto puesto en Brasil 50 a las generaciones que, con posterioridad, padecieron el gafe que arrastraba una selección sin una filosofía definida: el fallo de Cardeñosa, el gatillazo del Mundial 82, el penalti que Pfaff detuvo a Eloy en México'86, la nariz rota de Luis Enrique en EEUU'94, el escándalo del trencilla Al Ghandour en Corea...

Antes de verse cohibido por las patadas holandesas, España encaró el placer desconocido de afrontar toda una final del Mundial con descaro, sin miedos, sin notar el latido de la historia. Pánico escénico es recitar a Hamlet, no jugar a fútbol. Contra el viento y la marea mediáticas, Luis Aragonés deshojó a este equipo de lastres y familias, le borró su pasado y creó un grupo de amigos y excelentes futbolistas a los que dotó de estilo. Vicente Del Bosque, un tipo con sentido común, ha mantenido la exitosa base de la Eurocopa y ha añadido piezas claves como Piqué.

Por fin sabíamos a qué jugamos. Como los brasileños, los argentinos, los italianos. Los holandeses también sabían a lo que jugaban, hasta que desembarcaron en Sudáfrica. Esta no es la armoniosa Holanda que nos enseñaron en los años 70. Esta Holanda no representa el "fútbol total", como así lo ha reconoció su propio ideólogo, Johan Cruyff. Pero, a falta de exuberancia, esta Holanda sí es memoriosa y ha aprendido de los derrotas en las finales de 1974 y 1978 cuando la maravillosa "naranja mecánica" fue neutralizada por las anfitrionas Alemania y Argentina. De los germanos ha asimilado la rectitud táctica y el pragmatismo resultadista. De Argentina, el oficio canchero. Sólo basta con ver la fogosidad (con bula) con la que Van Bommel y De Jong se emplean en el corte en la medular, o la omnipresencia de Kuyt presionando en cada palmo de terreno. Incluso alguno de sus jugadores más desequilibrantes, como Robben, remiten a otra época. Los inverosímiles regates, recortando a pierna cambiada y arrastrando a su marcador hacia el centro para definir con un fuerte disparo, convierten al extremo del Bayern en el digno heredero de Faas Wilkes, el holandés volador que en los años 50 encandilara en el Inter y el Valencia. Hasta en sus reiteradas lesiones se parecen. El nombre de Wilkes, autor de 35 goles en 38 apariciones con los oranje, no ha aparecido en ninguna información previa de la final. El fútbol holandés, al parecer, empezó en los 70. Holanda, arropada por la fama diplomática de la que hace gala el arbitraje inglés, cortó los pases al primer toque de España llevando el encuentro a las trincheras, defendiéndose con la fiereza bóer del rugby (los holandeses fueron los primeros colonos que moraron Sudáfrica).

Y así, como niños, padecimos con las escapadas de Robben, que Casillas desvió con milagrosos reflejos, lamentamos las ocasiones fallidas por Ramos, Navas, Cesc, Villa... nos desquiciamos ante el antifútbol tulipán, y finalmente estallamos, inmensamente felices, con el gol de AndresitoIniesta, ése crack tranquilo. Un tanto dedicado al compadre Dani Jarque, allá donde esté.

Esta gesta se engrandecerá con el tiempo, con el material con el que se fabrican los héroes y los mitos. La historia no ha hecho más que empezar.