Mientras España camina con paso firme hacia el reconocimiento internacional como la mejorÉ selección de fútbol del mundo (no vaya alguno de ustedes dos a confundir el prestigio mundial de España movido por el patriotismo que está resurgiendo a raíz de los éxitos deportivos de nuestros compatriotas, deportistas profesionales, nada que ver con los inexistentes logros del actual ministro de Deportes, José Luis Rodríguez Zapatero, en atletismo, natación y otros deportes amateurs, señal inequívoca de que se debe cambiar de ministro); mientras los dañinos efectos de la crisis económica y el paro duermen merced a la balsámica anestesia de Villa, Ramos, Casillas, Nadal, Pedrosa, Gasol, Alonso, ContadorÉ, de nuevo excelentes y bien pagados profesionales y por tanto ajenos a la labor del ministro del ramo, afortunadamente; mientras esos fantásticos logros, esos difíciles triunfos, eran ganados por españoles, al pueblo de Barcelona no se le permite ver los partidos de la selección en pantallas de TV instaladas en la ciudad, ni tampoco en las televisiones del aeropuerto del Prat, casualmente todas sintonizando otros programas durante los partidos, pese a la indignación y las protestas del público. Lo prohibieron las autoridades políticas catalanas, así de sencillo, así de democrático, así de tolerante. Ese es el respeto que le merecen a algunos políticos catalanes, incluidos los socialistas, sus ciudadanos. Es el miedo a la verdad, el terror que siente cierta clase política por la auténtica libertad. Por eso Goebels utilizaba la mentira y la censura como antídoto frente a la verdad y la libertad.

Debe ser dolorosamente insoportable para el nacionalismo intolerante y miope, para los políticos nacionalistas de la intransigencia y la confrontación, ver cómo sí es posible una selección española de fútbol compuesta por jugadores catalanes, vascos, andaluces, madrileños o valencianos. Cómo goza del cariño y la admiración de millones de ciudadanos a los que ningún discurso político del fanatismo puede confundir. Insisto, debe ser dolorosamente insoportable que el nombre de España sea hoy, en lo deportivo, el que más prestigio internacional tiene; que su himno y su bandera se oiga y se vea en todos los rincones del mundo. No hay pomada para aliviar el intenso picor que deben sentir en sus pieles de mezquindad.

Del respeto y el nacionalismo.

Y es que no hay nada más edificante, desde la óptica democrática, como vivir bajo el sol de la intolerancia, la manipulación y el fanatismo nacionalistas. Una irritante y contumaz falta de respeto de quienes siempre exigen que se les respete. Ocurre lo mismo con el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. Las reglas del juego constitucional y democrático exigen respetar y cumplir las sentencias del TC, lo mismo que hacen los países democráticos y desarrollados del mundo libre. Pero en Cataluña no. Allí no. Eso sí, un no condicionado al color de las resoluciones, naturalmente: si me gustan, pas de problème, que para eso las dicta el TC y hay que respetarlas; si no me gustan, entonces el TC no es quién, el fallo lo rechazo y, además, convoco desde el propio poder autonómico manifestaciones de repulsa. Es decir, el nacionalismo como juez y parte, y el TC un extraño que se ha colado en nuestra fiesta sin que nadie lo invitara. Pido que me respeten pero no quiero respetar.

En democracia, las reglas del juego deben respetarse siempre, sin excepciones, como una sagrada obligación que a todos compete, pero especialmente al poder, al gobernante. Es muy fácil caer en la tentación de orillarlas, de burlarlas, de incumplirlas con la excusa del fin que se persigue, con la perversa autoridad que nos arrogamos en función del color político contrario, del enemigo. Las reglas del juego democrático exigen transparencia y lealtad, respeto por los derechos ciudadanos, sin distinciones, para todos igual. Las reglas del juego democrático, las que imperan en países auténticamente democráticos, exigen que cuando llamen a tu puerta de madrugada siempre sea el lechero. Cuando no ocurre así y parte de la población, de los intelectuales, de los medios de comunicación las minimizan aduciendo que son mero formalismo, que lo importante es el fondo del asunto en función del enemigo a batir porque ya lo declaramos culpable, vuelvo a recordar los versos del pastor luterano Martin Niemöller en tiempos del nazismo, erróneamente atribuidos a Bertolt Brech: "É Y cuando al fin vinieron a por mí, ya no quedaba nadie que pudiera decir nada". Esta semana, en Alicante, de madrugada, no llamó el lechero. Deberíamos decirlo muy alto y muy claro, de lo contrario puede que algún día volvamos a recitar los versos de Niemöller, pero con cámaras de televisión, para que la ofensa sea aún mayor. Hoy no tomaré leche, gracias.