Como cualquier religión, el fútbol tiene sus ritos. Uno de los más solemnes es el festejo del gol. Existen celebraciones para todos los gustos, aunque las más plásticas son los de los equipos africanos, cuyos jugadores montan asombrosas coreografías. Otros países son más explosivos en su manifestación de la alegría, más raciales, más emotivos, como si el artífice del tanto expulsara sus demonios interiores, hasta entonces contenidos.

También depende de quien sea el que marque; los que estan acostumbrados, no exageran tanto la nota como aquellos que logran tal hazaña de uvas a peras. Hay defensas que, el día que tienen el santo de cara y baten la meta rival, se quedan como paralizados, sin saber como oficiar tan inesperado acontecimiento.

Conozco a entrenadores que, como Quique Sánchez Flores, ensayan las celebraciones. Y analistas que escrutan en ellas como en los posos de café o en las entrañas de los animales, para analizar quien se abraza con quien y, sobre todo, con quien no, a fin de descubrir afinidades, camarillas y contubernios de vestuario. Y tras un análisis pormenorizado de las imágenes, proceden a emitir sesudos veredictos sobre el estado de ánimo de la plantilla.