Lleva casco, chaleco antibalas, habla por un micrófono incorporado que sale del casco, sobrevuela el mar en helicóptero, pone cara de atención, alerta, aquí hay peligro, esto es serio, nos jugamos la vida, la OTAN es una palabra cojonuda, y fragata española son palabras mayores. Es Javier Sardá, que se ha pasado unos días a cuerpo de rey por el Índico como Infiltrado buscando piratas frente a Somalia, país tan fatuo como popular en los últimos meses. Pero, mecachis, han sido esquivos y esta vez no han querido salir en la tele. Los piratas. Javier sí, salió mucho, era su programa, era el infiltrado, la estrella en esa paparrucha de periodismo egocéntrico que se vende como de intensa investigación. Es un regalo para el quebranta audiencias Javier Sardá, nacido para lo marciano, pero no para poner los pies en la tierra.

Es el premio que le da TeleEsteban por sus últimos fracasos, amarrada la estrella por un contrato de fidelidad, o eso supongo. Y también para que esté dispuesto a anunciar como un jabato chorradas con niños canoros a las que luego les da la espalda anticipándose al desastre. Infiltrado es el caramelo de la cadena al gran gurú, como para Mercedes Milá es Diario de, donde le permiten salir, si ella no quiere, con pepinos en la chola. Fíjense lo que les digo, hasta la infiltrada Samanta Villar me parecía más creíble en su teatro a 21 días exactos por sesión que don Javier, un hombre espectáculo que sin friquis al lado parece no hallarse, o no hallarse uno ante ese acongojante despliegue. Analizando el asunto como merece, ni la cadena lo tiene claro. O sí. Tan claro que el martes, tras lo de La Roja y la película de Demme, agotada la audiencia, echó a Sardá de madrugada.