Lo diré sin circunloquios: la sentencia sobre el Estatut catalán me parece una chapuza, un amaño para contentar a todos, un fallo jurídico que es eso: un fallo, pero en el sentido de fracaso de la Justicia, porque una sentencia que todos, tirios y troyanos, interpretan como triunfo propio resulta, simplemente, que no sirve para nada. Que, en este contexto, nada menos que el president de la Generalitat catalana convoque una manifestación contra una decisión judicial que parece ser el parto de los montes, aunque aún no la conozcamos en su integridad, me parece un dislate más. El molt honorable José Montilla se coloca nuevamente a la cabeza de la manifestación... pensando en las elecciones, no en el bien del conjunto de este país llamado España y ni siquiera en el bien de la totalidad de los catalanes.

Todo ha sido un despropósito en este episodio que lleva durando cuatro años de auténtico sonrojo: recusaciones contra magistrados sin causa suficiente (tanto por parte del PSOE como del PP), una ley ad personam para que la presidenta del Constitucional, María Emilia Casas, pudiera mantenerse en el puesto una vez expirado su mandato; politización extrema de los debates, llegando a impedirse una sentencia para que no nublase una campaña electoral; magistrados que llevan en el sillón casi tres años más de lo que les corresponde... En suma, un monumento al fraude en los procedimientos democráticos, ensayados nada menos que contra el Tribunal Constitucional, máximo órgano de apelación e interpretación de nuestra ley fundamental.

Y, tras estos cuatro años deliberando sobre si el perfectamente prescindible Estatut, consecuencia de una maragallada engrandecida por Zapatero, se adaptaba o no a la Constitución, nos llega una sentencia que, con los mismos criterios, podría declarar ilegales los estatutos autonómicos valenciano o andaluz, lo que es ya la última insania. O la penúltima, porque luego vinieron las reacciones del Gobierno y del PP, adjudicándose cada uno de ellos la victoria por la sentencia-bodrio... que aún ni siquiera conocían en su literalidad o, mejor, la antepenúltima de las insanias, porque el president Montilla puso el remate, convocando, sin todavía conocer del todo siquiera el texto emanado del TC, a una manifestación de rebeldía contra una decisión del alto tribunal; una decisión que, por otra parte, todos saben que no va a tener efecto práctico alguno.

Y es, sin duda, lo mejor que podría pasar: que esta sentencia reciba su merecido teniendo, una vez que pase la relativa tempestad de las declaraciones y las contradeclaraciones, unas consecuencias nulas. Como si nada hubiera ocurrido, aunque hayan ocurrido tantas cosas que mejor olvidar. Y aunque haya que sacar algunas conclusiones de todo este affaire. Unas conclusiones que no me parecen, la verdad, ni agradables ni positivas: todo un síntoma de que podría haber carcoma en los pilares de la democracia.