Nada más terminar el partido llamo al periódico y me reciben al ritmo de "tienes el título, ¿verdad?". "Lo tengo", le respondo al filomerengón que escucha al otro lado de la línea. "A ver, dime". Apunta: "Cristiano, perfecto". "La madre que te parió". El último de los "crack" de Florentino no es tonto. Sabía que ayer no era el día idóneo para hacer el partido de su vida y dejar al rival en la cuneta. "Sin haber hecho nada, sólo con mi apostura me reciben por esos campos como me reciben, ¿qué va a ser de mí en el caso de que hoy me luzca?", debió pensar el hombre mientras estrechaba la mano del chico de Carbonero en el sorteo de campo. Otro posible título era "Sara está malita y la selección volvió a ser ella". Efectivamente, la escuadra de Del Bosque parece haberse deshecho del mogollón que tenía en la cabeza y ha vuelto por donde solía para disgusto del sabio de Hortaleza que, al contrario que la figurita portuguesa y para pasmo nacional, es como si no supiera a estas alturas el terreno que pisa. El guardameta y capitán de la selección, en cambio, que siempre ha dado muestras de ser todo lo contrario, el yerno ideal -lo siento, se me escapa-, es tan consciente del plató de chismorreo que le rodea que, indudablemente, se encuentra afectado. Sus gestos tras cualquier contratiempo denotan la tensión en la que se mueve y la sonrisa no le sale en las entrevistas ni cuando el equipo lo borda. Un Casillas afectado es de lo poco que, a su pesar, desentona en un combinado que tiene desde anoche a todo un país encandilado y amenazando con transportarlo al éxtasis total. Han sido infinidad de mundiales tocando la gaita y de disfrutar las conquistas de Brasil, de Argentina e, incluso, el juego de aquella Holanda eléctrica. Y ahora resulta que los que despiertan la envidia al ver cómo la tocan son los que van de rojo. Pisadme, pisadme para, así, despertar del sueño.