La obtención por parte del equipo de Craig Venter de una bacteria mixta, con el ADN de Mycoplasma mycoides creado de forma sintética en el laboratorio y trasplantado luego a una célula de Mycoplasma capricolum vacía de su propio genoma, es una gesta científica de altura que culmina medio siglo de avances en pos de la vida artificial.

La historia comienza en el año 1953, cuando Stanley Miller y su mentor, Harold Urey, consiguieron producir algunos aminoácidos a partir de materiales químicos inorgánicos como son el metano, el amoniaco y el hidrógeno.

Los aminoácidos son los componentes básicos de las proteínas y las enzimas, así que se había creado en cierta forma "vida" -sus partículas elementales, al menos- mostrando cómo podría haber aparecido de forma espontánea en la naturaleza. Siguieron los experimentos de Juan Oró al obtener también de manera sintética adenina, una de las bases nitrogenadas que forman parte de los ácidos nucleicos y que, tomadas de tres en tres, codifican los aminoácidos.

Parecía lógico entender que todo era cuestión de tiempo y de avances técnicos hasta poder lograr una célula autorreplicante, es decir, un ser vivo, en el laboratorio. Pero la empresa resultó ser ardua. El genoma más pequeño de un ser vivo capaz de reproducirse por sí mismo -cosa que no hacen los virus- es el de la bacteria Mycoplasma genitalum, con cerca de quinientos genes y 600.000 pares de bases nitrogenadas.

En 2003, el equipo de Venter secuenció ese genoma y comprobó cómo mantenía la capacidad de replicación incluso si se despojaba de una quinta parte de su ADN. Pero una cosa es saber qué bases forman un genoma, otra distinta el poder generarlo de manera sintética, una tercera obtener en el laboratorio la bacteria completa con todos sus componentes y una cuarta, aún más difícil, el crear ex novo en el laboratorio una célula nueva que no haya existido nunca antes. Venter ha logrado escalar el segundo peldaño. El ADN de la M. mycoides ha sido ensamblado por las artes humanas y no de forma natural.

Pero para que ejerciese sus funciones ha sido preciso introducirlo en una bacteria ya existente. Se trata de otro organismo distinto, M. capricolum, y el que la combinación se muestre viable supone ya un hito en la ingeniería genética. Pero, ¿es eso vida artificial? La pregunta no es científica, sino filosófica, porque su respuesta depende de lo que entendamos por naturaleza y artificio. Si artificial es aquello que no ha sido obtenido por completo de manera natural, la respuesta es afirmativa. Si exigimos que todo el organismo sea generado en el laboratorio, Venter no lo ha conseguido aún.

Qué duda cabe que el título de demiurgo lo mereceremos cuando seamos capaces de idear un ser nuevo, que jamás haya existido antes. ¿Será una hazaña inmensa o un gesto soberbio y peligroso? De nuevo, se trata de un asunto filosófico. Lo que cuenta es que la técnica permita conseguirlo. Terminaremos de quitarnos el sombrero ante Craig Venter cuando lo logre (que lo logrará).