Desmembrados. Irreconocibles. La estampa de los restos esparcidos en las inmediaciones de las vías de Castelldefels sería cualquier cosa menos agradable. Eso por no hablar de los vivos. Gente desencajada. Desorientada. Que no sabía a dónde iba ni de dónde venía. Personas en estado de shock asimilando que se habían visto inmersas en una pesadilla.

Menos mal que todo esto ocurrió a medianoche. Menos mal que todo esto tuvo lugar lejos de los tiros de cámara. A la hora inesperada y en el lugar más inesperado. Porque de lo contrario habría cabido el riesgo de que hasta el epicentro del horror se hubiese acercado más de un carroñero. Si hace sólo dos semanas los vecinos de Benacazón gritaron y se enfrentaron a los camarógrafos que se intentaron acercar a los restos de la pirotecnia explosionada, ¿qué podría haber ocurrido en esta situación?

Lo terrible es que iban a bailar. Sólo iban de verbena. Sólo querían mojarse los pies en la orilla del mar, y cumplir con un ritual. Ese tipo de gente de la que nadie hablaría si estuviesen vivos. Ni ahora ni dentro de tantos años. Gente sencilla, jóvenes inmigrantes que no ocuparían concejalías ni alcaldías, que no estaban llamados a presidir Cámaras de Comercio. Mientras a Almería llegaban decenas de personas en pateras intentando emprender una nueva vida, unas setecientas de las que ya están integradas, querían ir de fiesta a recibir el verano. Caso de haber fallecido de viejos, nadie habría hablado de ellos cuando hubiesen muerto. Así, por la tragedia y con permiso del Mundial, han tenido sus tiempo y espacio en los medios. Parece que no se ha colado ninguna imagen que no debiera verse. Menos mal que fue a medianoche.