Algo antes de licenciarse en Derecho en 1886 por la Universidad de Valencia, el estudiante alicantino Rafael Altamira paseaba por las afueras de la ciudad con uno de sus profesores: el krausista Eduardo Soler. En cercanía con las acequias y las moreras, el joven reveló su verdadera vocación, ajena a los despachos jurídicos o a los envidiados puestos de registrador o notario. "Quiero ser catedrático", confesó, a lo que Soler sólo le previno que era carrera de pobres. "Ya lo sé -opuso el alumno-, pero no es el dinero lo que me importa en la vida". Esta breve conversación, que acostumbran a referir sus biógrafos, podría ser una anécdota sin más, y sin embargo el hecho de que el protagonista la recordase en anotaciones autobiográficas descubre que no la creía trivial. En realidad, perfilaba la personalidad y determinación vocacional de quien iba a ser un destacado intelectual, entregado al mundo de la educación y propagador de toda idea que amparase que ésta debía impulsarse no únicamente en las aulas académicas sino en cualquier otro espacio, con el pueblo como destinatario.

La personalidad intelectual de Altamira fue múltiple. Como docente universitario vivió la época dorada de la Universidad de Oviedo, auspiciador del concepto de "extensión universitaria" que aspiraba a llevar la cultura al público no universitario, todo ello antes de trasladarse a su cátedra de Madrid. Como historiador defendió una metodología científica y ponderó la importancia del conocimiento histórico para entender la nación. Como jurista rebuscó en el derecho consuetudinario y se interesó, en etapas de grandes convulsiones y guerras, por el Derecho internacional, llegando a formar parte del Tribunal de La Haya. Como pensador político fue uno de los regeneracionistas que reaccionaron bajo la conmoción del Desastre del 98 -su libro "Psicología del pueblo español" es una contribución destacada de esta corriente, además de un ensayo que ayuda a entender la configuración teórica del nacionalismo español en la que entraron entonces algunos autores- y sustentó el americanismo, animador de las relaciones de España con los países hispanoamericanos, deterioradas tras los procesos de independencia del siglo XIX. Su viaje al continente americano de 1909 a 1910 tenía un origen universitario pero resultó decisivo en la aproximación cultural, académica e incluso política de España con varias repúblicas. Para ello tuvo que combatir la leyenda negativa de un pasado colonial ejercido en provecho propio con la explicación de la cara más positiva: la contribución civilizadora de su país en América. El reconocimiento de los errores españoles en el continente facilitó la comprensión y aceptación por parte de sus colegas de las aportaciones positivas que quería ensalzar. El seguimiento desde la prensa española de este viaje sorprende en nuestros días, al igual que su imagen en el balcón del Ayuntamiento de Alicante, recibido y aclamado al regreso por una multitud.

Altamira, en cambio, ha quedado anclado en su contexto histórico. Su obra, hoy, es desconocida popularmente; cuenta con escasas reediciones que, por lo demás, son sólo seguidas por círculos selectos de historiadores y especialistas de otras disciplinas como el Derecho, la Ciencia Política o la Literatura, teniendo en cuenta que también cultivó este campo, aunque con éxito menor. La carencia de una institución que aglutine su legado intelectual e impulse con medios la difusión de su obra, actualizándola y conectándola a las cuestiones que hoy preocupan, quizá explique que el personaje no goce de mayor recuerdo. Alicante, como ciudad natal y sede de una parte de su archivo -el que se conserva en el Instituto de Enseñanza Secundaria Jorge Juan, el resto está en la Residencia de Estudiantes de Madrid y en la Universidad de Oviedo-, mantiene la obligación de reactivar cualquier iniciativa que lo rescate y de procurar que ésta no sea aislada, como en otras ocasiones, y merezca continuidad.