E n la gran batalla estratégica que se perfila para salir de la crisis (pese a los anuncios broteverdistas del año pasado, hay que recordar que el 9 de agosto se cumplirá el tercer aniversario del estallido de las hipotecas subprime), determinados agentes (en especial, los anglosajones) han fijado el reparto de papeles, con un claro malo de la película: la Alemania de Angela Merkel.

En los días previos a la cumbre del G-20 de Toronto, han arreciado las presiones (por parte del Nobel de Economía, Paul Krugman o del inversor y filántropo George Soros) contra las medidas de austeridad introducidas por Alemania para "salvar el euro": saneamiento de la economía (con profundos recortes del gasto público) y medidas deflacionarias (con disminución de salarios y desendeudamiento de países díscolos, como nosotros), aunque todo ello reduzca el crecimiento. Según Soros, estas medidas ahogarán a la eurozona y pueden llevarla al colapso.

En su lugar, defienden la opción norteamericana: tipos cercanos al 0% y darle a la máquina de imprimir billetes, porque "el déficit no importa", ya que frenaría la recuperación. El problema de esta estrategia es que tampoco está claro que funcione. Si un país, como EE UU, lleva prácticamente regalando el dinero durante año y medio y su economía sólo se ha sostenido gracias a estímulos públicos (las ventas de viviendas en mayo, tras el fin de las bonificaciones introducidas, cayeron a niveles deÉ 1963), ¿no falla algo? El hecho de que el oro no haya parado de revalorizarse desde que se inició la crisis, ¿no indican miedo a la inversión y desconfianza hacia el valor de la moneda de reserva mundial -el dólar-?

En realidad, ¿no será que ni unos ni otros saben qué debe hacerse ante la que nos ha caído encima?