Sobre las nueve de la noche del día 23 del corriente me encontraba en el autobús de línea que va desde San Vicente camino del centro de Alicante. Me gusta el deporte de riesgo en familia. Una odisea que terminó afortunadamente sobre las 10 del mismo mes y porque nos bajamos prematuramente al entender que andando se llegaba antes. Recorrido aprovechado, sin duda, pues el precio del billete llevaba incluido, sin saberlo, un acelerado minicurso de "snowbus" con masaje cuerpo a cuerpo completo ofrecido y alentado de forma gratuita por el conductor del mismo. Lo del Dragón Khan que me cuenta mi hijo: una mierdecilla al lado de esto. Por nadie que pase. Volvimos en taxi. Barato por cierto.

Serían las nueve y cuarto -ante el cuerpo del delito siempre hay que mirar la hora- cuando a una niña de no más de 15 años y vestida con esa moda que impone como complemento al vestuario festivo una bolsa de plástico repleta de bebidas, se le cae una botella de vodka, pude ver la marca, al suelo del autobús. Ante este doble infeliz acontecimiento -tampoco es cuestión de que todo lo paguen las mismas- un compañero le expeta a viva voz: ¡me cago en la puta -de ahí lo de las mismas- menos mal que no se ha roto! ¿Por los cristales?, pregunta la niña. No, por el contenido, responde el menor. Con este sencillo, a la par que reconfortante, diálogo se cerró el acontecimiento. Todo a salvo. Imposible de romperse, pensé: ha caído sobre el pie de una señora que media hora de paciencia antes me había pedido permiso para adentrarse entre la muchedumbre y poder llegar a la puerta de salida. Mala suerte tuvo, es lo que tiene el alcohol. La vi alejarse cojeando. Maldiciendo tal vez.

Y como en situaciones estresantes necesito un medio de escape me dio por pensar en mi adolescente hija. Ella dice que no, pero me fue imposible no imaginármela haciendo botellón y bebiendo en el mismo, al tiempo que intentaba recordar si alguna vez me habían hecho dimitir como padre de forma inconsciente. De otro modo no creo que nadie quiera renunciar a educar a sus hijos en esta postmoderna modernidad. Y lo que es peor, imaginé a mi hija bebiendo sin saber por qué lo hacía, pues para mí no es lo mismo la conciencia del hecho que su contrario. Debe ser que sólo se es responsable de las cosas que se hacen de forma consciente ¿Por qué hará botellón mi hija? Pensará que es libre para elegir; no lo dudo. Lo hará por que querrá hacerlo. Se justificará, tal vez, en la presión del grupo o en que de otra manera no mejoraría sus relaciones con los otros. Tal vez creerá haber encontrado por sí misma y junto a sus secuaces una fórmula alternativa y creativa de ocio paralelo al caro mercado impuesto por pubes y bares. Nada pongo en cuestión pues todas estas argumentaciones se me antojan explicitas y racionales. Y de otro modo ¿quién podría demonizar permanentemente el consumo de alcohol en una sociedad de cuya cultura festiva, religiosa y deportiva forma parte intrínseca? Pero no, no creo que estas justificaciones conscientes y asumidas por mi hija y por la mayoría de los jóvenes preguntados en otros tantos estudios sean suficientes para explicar un fenómeno tan globalizado. Hay más. Debe haber más. Subrepticio, estratégico e invisible para la mayoría de esas conciencias en trance de ser educadas y que los convierte en victimas propicias por más que se intente culpabilizarlos.

Para racionalizar sus conductas no sólo necesitan información. También es necesaria la educación. Educación que debe pasar necesariamente porque los padres volvamos a ejercer esas funciones de control que tradicionalmente se ejercían sobre los hijos hasta su mayoría de edad legal. Desde luego, y como no podría ser de otra forma, alejadas de presupuestos morales y fundamentándolas en presupuestos científicos y operativos ¿Pero como luchar como padre, como madre, ante el creciente poder consentido de las multinacionales del sector del alcohol? Multinacionales que son locomotoras de la economía mundial y cuyas inversiones publicitarias y esponsorizaciones les permiten, al estilo Mcluhaniano, dar "un masaje" permanente a la población joven que es su último destinatario. Corporación que le venderá al niño una mierda de hamburguesa y, corrido el tiempo, la ginebra, el vodka y el ron aprovechándose de ese mecanismo biológico-social que les aleja del cumplimiento de normas dictadas en contra de su natural inclinación a la desobediencia, incluso de aquellas que intentan informar del riesgo o del peligro potencial.

Claro que sin este tipo de ocio, es difícil que estas multinacionales puedan sobrevivir. Por lo tanto la conversión del mismo en un sector fundamental es vital para sus beneficios. Así hemos asistido a la reconversión masiva del tiempo de ocio en gigantesco y permanente espacio productivo con la consigna de que sin alcohol no puede haber diversión; el chocolate del loro, el huevo de Colón. Cualquiera de ellos. De esta forma el alcohol se ha convertido en el combustible de una sociedad que no duerme y en donde los ciclos temporales estandarizados que dividen la frontera del día y la noche se desdibujan con el auxilio mal entendido de las herramientas de la era de la información y la telemática. En este tipo de ciudad siempre hay alguien dispuesto a ofrecer y a ganar mientras que siempre hay cuerpos dispuestos a consumir. Sé joven, sé siempre joven y con cuerpo de yogurt, coño. Y claro los jóvenes creen estar atados por un inexistente cordón umbilical a la placenta familiar de la cual se nutren retrasando el abandono del hogar de forma indefinida y optando por una especie de "vida muelle": sin trabajo, sin horario fijo, sin responsabilidades domésticas; y por lo tanto con más tiempo libre para gastar mientras que muchos padres intentan sobrevivir en una sociedad que paulatinamente les robado el protagonismo tanto como los recursos necesarios para la buena educación y desarrollo de sus hijos. Así viven -vivimos- los progenitores una sociedad, una cultura y una educación en árido que les impide hacer las necesarias correlaciones entre sus conductas y el medio que les rodea para beneficio de las estrategias sociopolíticas al uso.

No, nada es gratuito, nada se escapa a esa degradación consciente y permitida del Estado del Bienestar y que pasa por la inexistencia de espacios públicos propios para los jóvenes y de servicios públicos de ocio para los mismos. Todo está en trance de privatización. Todo es negociable. De manera inexorable, aunque me temo inconsciente, estos partidos, ésta forma de hacer economía que no política, está recibiendo el apoyo electoral de muchos jóvenes, y padres de estos, que ante la incertidumbre de los tiempos todavía esperan y reclaman que un cada vez más inexistente Estado les resuelva la papeleta de educar, dotar de valores y controlar a sus hijos. Todo pertenece a la estrategia. No hay por donde escapar.

Lo mismo llamo a mi madre y le digo que me voy de botellón. Abuela Pilar no me esperes que llegaré tarde. A mi edad, madre, hay que beber para olvidar. Lo mismo vuelvo a coger el autobús.