Resulta a veces complicado llegar a conocer con exactitud cuál es el alcance real de nuestras obligaciones. Es posible que conozcamos claramente cuáles son nuestros derechos, porque para ello ponemos nuestro empeño de forma muy eficaz. Sabemos lo que podemos exigir y en muchas ocasiones exigimos más de lo que podemos hacer. Nos llenamos la boca de derechos, pero pocas veces hacemos un serio examen acerca de si estos derechos nos corresponden, o también si los llegamos a merecer por nuestras conductas. Sin embargo, frente a esta postura por mejorar nuestros conocimientos jurídicos en el lado de lo que nos merecemos parece que nuestro cerebro elabora un complicado proceso de eliminación para desterrar de forma paralela cuáles son las obligaciones que nos corresponden. Porque parece que esa balanza que existe en nuestro mundo y en nuestra vida que equilibra derechos y obligaciones, o que hace surgir los primeros para después llegar los segundos, o al revés, ganar estos últimos para poder obtener unos derechos, lo hacemos desaparecer de nuestro particular disco duro. No sabemos si de forma consciente o inconsciente.

Pero no solamente es esta una actitud muy extendida, sino que hay otra que sigue los mismos parámetros, y que está orientada a tener muy claras cuáles son las obligaciones de los demás, pero que desconociendo cuáles son las nuestras. Con frecuencia somos tremendamente exigentes con las conductas y actitudes que vemos o escuchamos. Pero somos incapaces de tener la misma facilidad para observar y poner límites a las nuestras. Claro está que lo que fijamos es que si el objetivo nos interesa el círculo de obligaciones para alcanzarlo es reducido. Pensamos que queremos llegar a aquél, pero queremos negar que para alcanzarlo puede que sea preciso haber puesto antes unos medios para conseguir esa meta.

Es la diferencia entre lo que es y lo que debe ser, y entre lo que puede y lo que debe ser. Además, por regla general tenemos dos varas de medir perfectamente delimitadas, ya que exigimos a los demás lo que no somos capaces de exigirnos a nosotros mismos. Somos muy reivindicativos con los errores de los demás. Con los de los responsables públicos, con los profesionales de cualquier actividad, pero no somos reflexivos acerca de cuándo somos nosotros los que nos equivocamos y somos incapaces de dar nuestro brazo a torcer y asumir un error y aceptar una observación que alguien nos hace.

El ser y el deber ser es una combinación ciertamente muy compleja en las difíciles reacciones del ser humano y más aún cuando las cosas se complican. Cuando se viven momentos delicados como los actuales. Cuando debe salir a flote toda nuestra capacidad de asumir fallos y rectificar errores para convertirlos más tarde en aciertos. Precisamente, es la obstinación uno de los grandes males del ser humano. Ese orgullo que nos pone un antifaz en nuestros ojos y que impide a nuestro cerebro activar los mecanismos de autorrechazo a lo que estamos haciendo o pensando. ¿Cómo vamos a arreglar los múltiples problemas que existen en la sociedad si muchas veces somos incapaces de reconocer que los problemas existen?

Esta máxima que estamos comentando suele darse en todas las esferas de la vida. En la política, en los sectores profesionales, o en la vida privada de cada uno volvemos la vista atrás cuando de repente nos advierten de que el camino seguido es incorrecto, o, lo que es peor, cuando somos nosotros mismos los que llegamos a darnos cuenta del error cometido. No obstante, puede que lleguemos a pensar que nos perjudica más dar marcha atrás y empezar de nuevo o intentar rectificar el error, el comentario la acción que acabamos de cometer. Preferimos mantenernos en nuestras tesis aunque seamos conscientes de que son equivocadas. Y más aún cuando alguien nos advierte del error. Y más aún todavía cuando quien nos lo hace es persona no grata para nosotros y con la que podemos estar en posicionamientos opuestos. Aquí es ya cuando nos sale la vena realmente opositora y bajo ningún concepto echamos marcha atrás. Lo mantenemos a costa de lo que sea. Hasta incluso, a costa de que nos acaben sacando los colores si se nos demuestra con pruebas que estábamos equivocados.

Fue Shakespeare el que dijo aquello de Ser o no ser, pero es ahora cuando esta máxima se extiende a otra de mayor calado, como la del Ser y deber ser. Esta es realmente la cuestión. Lo que hay en nuestra sociedad y lo que deberíamos hacer para darle un giro radical para mejorarla. Ser y deber ser. That is the question.