A Adolfo y al resto de gente de El Cabasset

Hace unos meses se peatonalizó -ya era hora- la Plaza del Ayuntamiento. Pero no se hizo con un diseño adecuado para un espacio urbano que debería ser rico en significados: la reforma se limitó a colocar unos naranjos y a apostar por esos chorritos que se están convirtiendo en una marca de la imagen de Alicante. Todo, pues, rutina y apresuramiento. Lo razonable hubiera sido buscar soluciones que proporcionaran sombra, indispensable para su uso ciudadano. Pero no puede ser, porque el destino de la plaza es acoger una semana la hoguera oficial y todo lo demás es tiempo de espera. Lo que es una metáfora del Alicante en el que lo presuntamente efímero se impone a lo permanente. (En otras ocasiones ya he dicho la opinión que me merece el que a la cremà de esa hoguera ya no pueda acudir el pueblo que la paga y que sólo sirva para los que se atrincheran en el Ayuntamiento). Y ahora los naranjos han tenido que retirarse. No creo que a los arbolitos les siente muy bien esto, pero tampoco nos escandalicemos: cosas peores les pasan a otros árboles y jardines en tan señalados días. Esa migración arbórea es otra metáfora de nuestras fiestas principales: para que sean posibles, pedazos de la ciudad deben marcharse. Todos, sencillamente, no cabemos.

En realidad no sé por qué me preocupo de las Hogueras, cuando la mayoría de pensantes y escribientes o pasan de ellas o se refugian en los tópicos: basta leer cualquier página especializada para comprobar cómo se acumulan las ficciones. Este año, eso sí, con una variable: la nube de la crisis también planea, pero los titulares reconvierten las angustias seleccionando los datos y elevando un canto a la fortaleza de los protagonistas de las fiestas, crecidos en la adversidad. No se informa, sin embargo, del gasto público en Hogueras, que de verdad es lo significativo. El derecho a recibir información se detiene en los umbrales de lo festivo. Y sin embargo vuelvo a las Hogueras. ¿Será por afición, por amor? Seguramente. Pero también por convencimiento de que muchas cosas nos dicen sobre la realidad ciudadana y porque no hay ningún otro instrumento que articule tanto la sociabilidad en Alicante.

Lo que pasa es que la fiesta de la que hablamos es una hipótesis imaginada, alimentada de recuerdos y de sueños, de lo que fueron y de lo que nos gustaría que fueran. Pero que no se compadece con la realidad. Y es que la complejidad creciente y desgobernada de Alicante tiene su reflejo en el espacio público festivo. Un ejemplo: al desarrollo de la ciudad construida no le sigue un incremento similar en el número de comisiones; así sólo hay un par hogueras en la zona del Cabo y playas, que ya concentra a 40.000 habitantes, con un poder adquisitivo más alto que la mediaÉ pero que no necesitan de la fiesta para marcar sus señas de identidad. No sabemos qué está sucediendo con la incorporación de inmigrantes, pero debe ser una cifra muy baja, a tenor del descenso en el número de comisionados. O sea: en los polos máximos de transformación de la ciudad las Hogueras no juegan su papel de máquina de integración.

Simbolizando la desvertebración comunitaria, las Hogueras se han fragmentado en varias fiestas superpuestas, que van desde las más protocolarias, ávidas de actos, carísimas e insolidarias, hasta las autoorganizadas por miles de jóvenes, que no encuentran ningún estímulo en un modelo organizativo rígido y de dudosa estética. En medio encontramos a foguerers y barraquers, voluntariosos e incansables, y a miles de ciudadanos que se ajustan a los modelos posibles o que viven con mal disimulada impaciencia las molestias o que huyen de ruidos, basura o cortes de tráfico, de los males cotidianos exacerbados por las fiestas. Las Hogueras, por lo tanto, han dejado de ser tradicionales. Por supuesto que existen fragmentos de tradición -a veces de una tradición recién llegada- pero, en su conjunto, la marea festera es el resultado de inventos, improvisaciones o negociaciones con el entorno, que deben parirse año a año. Tampoco son populares, ya que el pueblo, por sí solo, no tendría capacidad ni para organizar el 1% de la parafernalia litúrgica que se identifica con las fiestas. En lugar de ello son fiestas masivas y, como tal, ofrecen un público cautivo para muchos negocios, afanes publicitarios de pésimo gusto, etcétera. Todo ello se justifica por la necesidad de disponer de más presupuesto, pero nunca se indaga sobre la posibilidad de hacer fiestas más ligeras, más "sostenibles", no tan dependientes de ingresos ajenos.

Dicho todo esto estoy dispuesto a hacer caso, en parte, a mi alcaldesa, que en un bando de escaso vuelo y verbo tópico, me anima a divertirme "sin descanso". No tengo edad para ello, y más bien trataré de obedecerle cuando pregona "mesura y prudencia". Lo que no sé es si contribuiré a que "dejemos claro al mundo que nuestras Hogueras son ejemplo de convivencia y sana alegría"É ¡ay, Alicante y el mundo! En fin, que nuestra alcaldesa se cree -bueno, no, ¿pero a quién le importa?- que el fuego purificará nuestros malos rollos y que las Hogueras están llenas de crítica. Pero hace mucho que se renunció a la crítica, cambiada por estúpidas exaltaciones a la casa de la primavera, los artistas alicantinos y esas cosas... -¡a ver qué hacen este año con Miguel Hernández, el pobre!-. Castedo podría haber dado ejemplo encargando una hoguera oficial sobre el Gürtel o sobre la paralización del Plan Rabassa... Pero no. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Hubo un tiempo en que pensé que nuestras fiestas podrían recuperar algo de la intimidad y la sinceridad del pasado. Ya no lo creo. Ahora, superada la indignación con resignación alicantinísima, vuelvo a disfrutar de las Hogueras, de "mis" Hogueras. Allá cada cuál con las suyas. Lo único que me molesta es el ruido de las estupideces: que se callen, por favor, que quiero escuchar al fuego. Lo único que no puede falsificarse. Por ahora.