Hace ya muchos años que lo conocí, o nos conocimos. No recuerdo quién nos presentó pero creo que fue otro buen empresario. Hace dieciséis años ninguno de los dos éramos tal cual somos ahora. Bueno, él creo que sí, porque a mí me parece que se ha conjurado con algún hado para permanecer inmaculado y perfecto. Siempre me pareció un gentleman. Ese ser necesario en cualquier sociedad. Ese empresario ejemplar con un atao bajo su brazo.

Cuesta mucho empezar de cero y venir de tierras sureñas. Todo cuesta mucho. Por eso me solivianto ante tanta mentira contra los empresarios. Con lo difícil que es liderar cualquier proyecto que cree riqueza. Y la riqueza son los puestos de trabajo. Que la gente siempre ve riqueza en la opulencia, no en el esfuerzo y en ser libre. Porque eso es lo que te da ser empresario: libertad. Si te dejan, claro.

Si te dejan esforzarte al máximo como Manolo, sacrificando muchos fines de semana y llevándote a casa tus problemas y los de los demás. No ha sido empresario de yatazo o de avión privado. ¿Para qué? -supongo que se habrá preguntado-. Si lo que hay que surcar son mares y volar países pero no fardar de poderío de aluminio. Este país, tan nuestro, ha construido, a veces, unos prototipos de empresarios muy fanfarrones, pero en general, los empresarios de sudor y esfuerzo y nada vacilones, han prevalecido.

Siempre me cayó bien. Por muchas razones. Primero, porque nunca habló de dinero ni de poderío, cuando otros no paran. Y a mí cuando me hablan de la pasta que ganan o tienen, me borran de la conversación o de la relación. En segundo lugar, porque mostró un respeto casi reverencial por un chavalote de veintiséis años -era mi edad cuando me nombraron director del CEU de Elche- y me preguntaba cómo una persona tan vivida, tan exitosa y tan reconocida me dedicaba su mejor conversación y su mayor afecto. Se lo tengo que preguntar. En tercer lugar, porque sé de su compromiso por numerosas causas sociales y humanas. Y ese amor a los demás, no es parte de una estrategia populachera, sino una necesidad vital que tiene él de devolver a la sociedad todo lo mucho que "le ha dado".

Don Manuel no es hombre de halagos. Yo tampoco. Supongo que, por la misma razón: no aguantamos las falsedades exteriores cuando no hay nada interior. Y es en ese interior donde mejor se expresa su verdadera personalidad. Sé del respeto con el que trata a sus colaboradores-trabajadores. Y sé, y de primera mano, su entrega total cuando tiene que ayudar a algún hijo de sus compañeros de viaje. Supongo que para él ver felices a los cercanos es fomentar la felicidad en su corazón.

Es hombre de principios. Y algunos ya no se llevan. A mí me pasa lo mismo. Lo que ocurre es que su trayectoria vital es de tal generosidad que los principios que encarna se tornan necesarios y más presentes que nunca. Creer en Dios no es ninguna traba o tara. Especialmente porque va acompañada de su fe ciega en el hombre, en la persona en su máxima expresión. Es esa coherencia vital entre la creencia y la práctica lo que lo hace casi santo. Y en eso sí que nos diferenciamos; yo de santo, ni un pelo. ¡Ya me gustaría!

Son más de cincuenta años soñando y creando. Y su obra perdurará más allá de su tiempo terrenal. Es una alegría para un empresario. Ver que todo continúa. Descendencia y fórmula hay. Y no acabo de ver como su vitalidad y empeño siguen tan vivos como el primer día que le conocí. No hay atajos para ser un empresario ejemplar y exitoso. Aún en esta economía maltrecha y tocada por la falta de principios y de responsabilidad, siempre hay gente que lo ha hecho decentemente, honradamente. Con sus aciertos y con sus fracasos. Con sus valores y con sus errores. Don Manuel Peláez es un ejemplo. España tiene arreglo con gente así. Pero, perdona Manolo que te haga la siguiente pregunta: ¿qué habrías hecho tú sin tu mujer Carmen?