Creo que fue en 1987 cuando leí la primera obra de Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, aparecida tres años antes. Había leído alguna crítica muy negativa, concretamente recuerdo una de 1985, donde se leía la novela "como una invitación constante a la dispersión". Mi sensación, tras la lectura, es que asumía la valoración absolutamente contraria a la de aquella crítica que, tras citar estrategias narrativas de Thomas Mann o de Lawrence Durrell como precursoras, tras recorrer el tópico de Lisboa como antecedente, concluía que la novela intimista se convertía en novela social y se perdía el juego central de Pessoa y su heterónimo Ricardo Reis. Mi sensación era absolutamente la contraria y pienso que fue compartida en esos años por una gran cantidad de lectores españoles y europeos. Resulta que el regreso a Lisboa del apócrifo Ricardo Reis, en los días de la muerte de su creador, le permitía a Saramago una creación deslumbrante en la que la novela se convertía en intérprete de una cultura, una época, una ciudad y una historia esencial para entender lo contemporáneo.

He aprendido entonces, en mis lecturas del autor, de su capacidad para establecer un puente en el que la cultura nos lleva a la historia y ésta nos lleva a la novela, con el fragmento histórico como génesis de una interpretación de un siglo que ha tenido éste y otros ejemplos perdurables.

Memorial del convento (1982) e Historia del cerco de Lisboa (1989) forman parte de lecturas inmediatas a aquella primera, en las que encontré una lección de los usos narrativos de la historia, en éstas dos de la del pasado, capaz de ser asumido como lectura contemporánea y como explicación radical de la condición humana. Creo que el entramado de cultura e historia es un buen recurso constructor de algunas novelas que se encuentran ya entre los grandes diagnósticos de nuestro tiempo.

Entre las preferencias sobre su obra, tengo las de la sensación o reflexión breve que obtuve en el espacio de los Cuadernos de Lanzarote (1997 y 2001), obras que son un indudable registro de sinceridad, en las que da testimonio de sí mismo de manera casi diaria, apretando reflexiones, contando escrituras (como la de El ensayo de la ceguera), narrándose a sí mismo.

Me ha interesado también el autor en su faceta del compromiso, pues era un escritor, Premio Nobel de Literatura en 1998, que enarbolaba una posición que a veces nos suena con la antigüedad de nosotros mismos: el compromiso del escritor, que se articula en toda su escritura y su vida; compromiso con un mundo contemporáneo en el que la palabra adquiere momentos de eficacia combativa: Saramago y la paz, Saramago y el neoliberalismo, Saramago entre el pesimismo y el combate, en la proclamación de que "la tierra pertenece a los pueblos que la habitan". He respetado siempre su lealtad a sí mismo y a la historia portuguesa que se concretó en su militancia comunista hasta el final.

En la memoria personal hay encuentros (en Santiago de Chile, en Santillana del MarÉ) en los que siempre aprendí de su seriedad, a veces excesiva, y sobre todo de su coherencia.

Por todo lo anterior voy a concluir con una frase que pertenece no al ámbito de la literatura, sino al del lenguaje más cotidiano: Saramago ha sido un ejemplo moral en todo este tiempo en el que es difícil articular palabras con convicción verdadera. Y él lo ha hecho.