Berlusconi, que a veces es el demonio, decidió santificar el otro día a su colega Zapatero, aprovechando que el presidente español llegaba ungido de bendiciones apostólicas tras entrevistarse con el Papa. "Lo despido como a un santo porque está en estado de absoluta gracia", proclamó el chispeante jefe del Gobierno y de la televisión de Italia justo antes de hacer mutis por el foro y dejar más perplejo aún que de costumbre al ya de por sí confuso Zapatero.

El sketch, que bien podría formar parte de cualquier antología de los Monty Python o los Hermanos Marx, pasará sin duda a la historia como uno de los más hilarantes producidos por la diplomacia internacional desde el famoso zapatazo de Kruschev en la ONU. Aunque no es seguro, desde luego, que al primer ministro español le haya hecho gracia este inesperado salto al estrellato.

Mal parece que uno sea elevado a los altares por un sujeto de tan pecadora conducta como Berlusconi, pero acaso resulte peor el nada sutil tono de burla que el italiano empleó para justificar el plantón propinado ante las cámaras. Famoso hasta ahora por la inagotable buena suerte que hace seis años le llevó contra todo pronóstico a La Moncloa, Zapatero ha perdido su "baraka" y con ella el afecto del público y el respeto de la crítica, que últimamente no para de cebarse con él.

Incluso los que quieren echarle una mano dan más bien la impresión de querer echársela al cuello, confirmando así la vieja creencia de que al perro flaco todo se le hacen pulgas.

Obsérvese, por ejemplo, el caso de Felipe González, que durante las últimas semanas se ha convertido en el más decidido valedor de un Zapatero al que hasta no hace mucho parecía profesar un aprecio perfectamente descriptible. El ex presidente dio a entender primero que el actual inquilino de La Moncloa pudiera comportarse a veces con necedad; pero eso fue sólo el principio. Ahora ya muestra su preocupación por el desgaste no sólo político sino también físico que el ejercicio del poder está causando al presidente "golpeado" por "la realidad de la crisis". El desvelo de González parece genuino, pero aun así no es improbable que a Zapatero se le venga a la cabeza aquella famosa plegaria de Enrique IV: "De mis enemigos líbrame, Señor; que de mis amigos ya me libraré yo".

El divertido si bien incómodo lance que el otro día le hizo protagonizar Berlusconi ahonda en la idea de que Zapatero es víctima de los ensalmos de algún hechicero con alta capacidad de propagación del mal de ojo. Encajonado entre un intelectual de la sutileza de Benedicto XVI-que fue inquisidor antes que Papa- y las de un pícaro Casanova de guardarropía como Berlusconi, Zapatero tenía más que nunca ese aire de cervatillo desvalido que le valió años atrás el apelativo de "Bambi" entre quienes no le querían demasiado bien dentro de su propio partido. Quizás sea esa la razón por la que González aludió ayer al desmejoramiento físico del primer ministro, estresado por las circunstancias que le obligan a aplicar un día principios de izquierda radical y, al siguiente, medidas propias de la derecha más duramente neoconservadora.

No le faltaba razón a Berlusconi, en todo caso, cuando decidió ponerle altar y peana al presidente español. Al final va a ser verdad que Zapatero está haciendo -muy a su pesar- todos los méritos posibles para ser proclamado santo en la estela de aquel Job que hacía virtud de su inagotable paciencia mientras le caían del cielo toda suerte de desdichas. A él no le llueven exactamente desde las alturas, sino del bando de enfrente, de los sindicatos hasta ahora amigos, de algún ex ministro, de no pocos colegas de partido y de casi cualquiera que desee sumarse al manteamiento del primer ministro ahora que se ha levantado la veda. Si acaso, Berlusconi se quedó corto al no entrever que, además de santo, Zapatero se está ganando también la palma de mártir. Nada nuevo en la España pendular que tan fácilmente va de un extremo al otro.